Coronavirus

¿Teléfono rojo? Volamos hacia el dislate

Una de mis escenas favoritas de la película “Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb”, de Kubrick - aquí se tituló “¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú”- es aquella en la que, ante una trifulca que llega a las manos, el presidente Merkin Muffley, interpretado por un soberbio Peter Sellers, espeta a los contendientes un gloriosísimo “Caballeros, no pueden pelear aquí. Este es el departamento de guerra”.

Hace unos días, en la Comisión para la Reconstrucción Económica y Social de España tras la Covid-19, Pablo Iglesias afirmaba que él creía que a Vox “le gustaría dar un golpe de estado, pero no se atreven, porque para eso, además de desearlo y pedirlo, hay que atreverse”. Que, en una comisión para la reconstrucción económica y social de un país, un vicepresidente del Gobierno acuse a un diputado y portavoz de un grupo parlamentario de querer dar un golpe de estado me parece gravísimo. Haría las delicias de Kubrick, desde luego, porque su sátira sobre la guerra fría no deja de ser una ficción, un esperpento a través del que ironizar sobre la estupidez humana como más que probable futura causa del apocalipsis. Pero lo triste es que esto, lo nuestro, no es un film de los 60, ni se limita a 102 minutos de metraje. Aquí lo que tenemos es a un vicepresidente del gobierno que a veces se olvida del cargo que ostenta y de lo que ello implica y, parapetándose en un “yo creo” -el equivalente al autoexculpatorio “supuestamente” enarbolado por los tertulianos del cuore para lanzar rumores dificilmente verificables cubriéndose las espaldas-, se permite agitar un avispero de manera irresponsable en el momento más inoportuno. Suponiendo que exista algún momento adecuado para semejante imprudencia.

Si fuésemos capaces de obviar que en el camino se han quedado casi 28.000 vidas -más o menos, la población de Villaviciosa de Odón o de Jávea. Algo así como 145 atentados de Atocha-, que se han perdido empleos y cerrado negocios, si esto fuera otra peli de Kubrick, en definitiva, y no un drama nacional, sería gracioso ver a un cargo público dinamitando la comisión de reconstrucción. Pero si la peli la hubiera dirigido Kubrick es muy probable que Patxi López, el presidente del órgano, en lugar de reirle la gracia a un vicepresidente que, a lo Clark Kent de Aliexpress, siempre lleva el traje de activista debajo del de chaqueta, hubiese dicho algo más cáustico. Algo como un “caballeros, dejen de destruir, aquí estamos para reconstruir”. Quizás ni siquiera le habría reído la gracieta casi adolescente, la desfachatez final de chulito de barra del “cierre al salir”, como si en lugar de estar tratando asuntos de estado acabara de zanjar una disputa tabernaria.

Más gracioso resultaría todavía, de poder serlo, el saber que el día de antes el mismo balandroncete del “cierre al salir” se había ofendido decimonónicamente cuando en el congreso Cayetana Álvarez de Toledo le recordó la militancia de su padre en un grupo terrorista. El recordatorio no fue gratuito, aunque sí innecesario. La intervención de Álvarez de Toledo fue hasta ese momento soberbia, ya había ganado esa porfía por nocaut. Y es una lástima que ese corolario final, del todo comprensible si no olvidamos que Iglesias se dirigió a ella como “marquesa” o “señora marquesa” en incontables ocasiones, obviando que ella está allí en calidad de diputada y no debido a privilegios como él pretende hacer creer al no interpelarla por su cargo y sí por su título -en un sucio juego que no debería permitirse-, sea el que haya quedado fijado en nuestra memoria, eclipsando lo anterior.

Los aspavientos histriónicos del de Podemos, ofendido porque le mientan al padre cuando el primero en hacerlo con los demás es él, no deja de ser sintomático de cómo funciona esa cabecita, de cómo para él todo es ofensa hacia ellos, las víctimas, a las que se les infringe padecimiento por sistema, por parte de los malos, los privilegiados crueles y despiadados. Y sobre eso se sustenta todo su discurso. Pero, como decía Richard Sennet en su libro “Autoridad”, la necesidad de legitimar las propias opiniones en términos de la ofensa o el sufrimiento padecidos une a los hombres cada vez más a las propias ofensas. Y Pablo Iglesias está tan unido a la ofensa que casi podría uno afirmar que es la ofensa en sí misma.

Para acabar de redondear el sainete, para que no falte nada al vodevil, la madre de Iglesias (ojo a esto: la señora madre del vicepresidente segundo del gobierno de España) salió a defender al retoño y al exmarido afrentando públicamente a un diputado del congreso. Procedo a dejar una línea en blanco para que tengamos unos segundos de respiro y superar el bochorno. Que la vergüenza ajena es muy mala.

Ya está. ¿Recordáis la última vez que la madre de un vicepresidente del gobierno despotricó de una persona elegida democráticamente para formar parte del órgano constitucional de representación del pueblo español? No, yo tampoco. ¿Os imagináis el sonrojo si vuestra progenitora apareciese airada a interceder por una trapatiesta laboral? Prefiero ni pensarlo.

Como diría René Girard, uno debe demostrar que tiene por adversario a un perseguidor si quiere satisfacer su propio deseo de persecución. Y en esas les tenemos.