El Gobierno de Pedro Sánchez
Presidente sin «auctoritas»
Rubalcaba dijo de Sánchez que no era un socialista, sino un «radical de izquierdas». El problema no estaba en que fuera un izquierdista. Antes de Sánchez muchos otros iban más allá de la socialdemocracia templada europea y se paseaban en el PSOE. La crítica de Rubalcaba estribaba en el concepto «radical». De hecho, de ahí proceden los males de este Gobierno de coalición y de la circunstancia política por la que pasa España.
Un radical no encaja con el espíritu de la Transición que propagaron los grandes partidos de entonces, entre ellos, el socialista. Todo lo contrario. Sánchez es un político que concibe el poder como objetivo, no como medio. Por eso ha roto con aquello que moral y políticamente podía ser un obstáculo para lograr su sueño, como el pasado del PSOE, sus líderes históricos, el consenso constitucional, los vetos a la alianzas con los filoetarras, o la entrada de comunistas en el Gobierno. Sánchez es un radical por su incapacidad de sacrificar la ideología al interés general o a la coherencia, o por esa animadversión visceral a quien puede arrebatarle el poder: la derecha.
Max Weber alertaba hace cien años del peligro que para las democracias suponía la desaparición de los líderes en beneficio de los caudillos. Un líder dirige con su autoridad; un caudillo es un proyecto en sí mismo, para lo cual acumula poder. Sánchez es lo segundo, y de ahí los problemas de este Gobierno, porque su Presidente solo tiene la potestas, pero le falta la auctoritas. Tiene el poder, pero no transmite confianza y carece de autoridad moral, de esos conocimientos y credenciales que hacen que las personas acaten sus ideas de una forma espontánea.
Un líder sin auctoritas, sino meramente satisfecho con disfrutar del poder, no es capaz de reunir un Ejecutivo que actúe como coro, sino como una banda de músicos de madrugada. Este efecto indeseado, el caos gubernamental, aumenta cuando el Gobierno no está formado por un solo partido, sino que es de coalición con los comunistas. Si el PSOE gobernara en solitario no asistiríamos a esas bochornosas disputas públicas entre ministros, o a las ilegales revelaciones de las deliberaciones del Consejo de Ministros. No habríamos visto a Carmen Calvo reírse de Irene Montero y su ley de libertad sexual, o a Podemos pidiendo la dimisión de Marlaska o insultando a Margarita Robles.
El objetivo de todo comunista es la inestabilidad de la democracia liberal hasta obtener el poder. Por eso Podemos protagoniza públicamente las crisis en el Gobierno, lidera los pactos con quienes quieren romper el orden constitucional, desprecia la monarquía parlamentaria, la unidad de España, la división de poderes, la legitimidad de la oposición, y los derechos individuales. Esto se produce por la falta de auctoritas de Sánchez, atrapado en su ambición de poder, arrastrado por el beneficio aparente que le proporciona la política de pactos de Iglesias.
El líder de Podemos aporta a Sánchez lo que el socialista necesita: los pilares del poder, esos votos necesarios para tener mayoría y marginar a la derecha. A cambio, Iglesias mina la democracia liberal a través de sus alianzas con filoetarras y golpistas, y contribuye a la muerte del PSOE, uno de los dos partidos históricos de la Transición.
Nunca habíamos asistido a un periodo tan largo de crispación política, al espectáculo de un Gobierno haciendo oposición a la oposición, ni a una propagación y aceptación tan rápida de actitudes totalitarias. Este desgobierno solo beneficia a quienes quieren recoger el poder de entre las ruinas. Un líder radical sin auctoritas no manda, sino que vive atrapado en la obsesión de sus fines. Así nos va.
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