José María Marco
El pacto del Covid
El último episodio protagonizado por Salvador Illa –el abandono del Ministerio de Sanidad para dedicarse a la política catalana- demuestra, por si a alguien le quedaba alguna duda, que la pandemia no está entre las prioridades del Gobierno de Sánchez. Cualquiera pensaría que es un gigantesco error. Lo es, sin duda, en términos humanos y económicos. Quizás no lo sea, por lo menos no por ahora, en términos políticos. De otro modo, resulta muy difícil entender lo que nos está ocurriendo.
Es posible que después del trauma brutal vivido en la primavera pasada, la sociedad española esté reaccionando con un cálculo distinto al que muchos, o algunos, esperábamos. Se diría que, medidos los riesgos y los beneficios, hemos elegido continuar con un cierto grado de actividad, lejos de los cierres mucho más severos que rigen en otros países europeos, y asumir al mismo tiempo el coste que esa actitud tiene: más contagios, más enfermos, también más fallecidos. Hay, evidentemente, muchas discrepancias entre las administraciones que forman el Estado compuesto español y aspiran a participar, o en algún caso a darse de baja, en la cogobernanza. Aun así, esas diferencias no afectan a este acuerdo que parece traducir una decisión profunda del conjunto, o por lo menos de la mayoría de los españoles. Quizás es porque se relaciona los confinamientos duros con los momentos más trágicos de la epidemia, o quizás sea porque la sociedad española no se considera capaz de sostener otra vez un encierro prolongado en la enseñanza, la restauración, ni siquiera en los espectáculos. El caso es que la vida sigue relativamente normal en España al coste que todos conocemos.
La situación favorece al Gobierno, sobre todo a uno como este, que no tiene grandes escrúpulos ni manifiesta una gran solidaridad con la población. Ya ni siquiera le hace falta proclamar su victoria sobre las sucesivas olas del covid-19, como hizo cuando se iba acabando la primera. Aún menos se le exige una estrategia firme para acabar de verdad con el virus. Y en el fondo, ni siquiera se le está pidiendo un mayor rigor en la campaña de vacunación, siendo así que la vacuna resulta ser ahora la única solución imaginable. No debería ser así. Una cosa es que sepamos, más o menos intuitivamente, que no tenemos con qué costear confinamientos duros, y otra que el trauma sufrido nos lleve a aceptar que los responsables políticos se tomen todo el tiempo del mundo en vacunar a la población.
El caso es que ni siquiera la oposición, que en esto de la vacunación debería haber encontrado un tema lo bastante contundente, lo está utilizando con la intensidad que se podría esperar. Estabilizada de una forma extraña, sin claridad, más bien mediante un sobreentendido que nadie quiere hacer explícito. Lo peor es que permitirá a muchos españoles considerarse ajenos a una situación que les incumbe como ninguna otra. Y lo que parece vitalidad tal vez manifieste lo contrario, como ese “a disfrutar” con el que Illa dejó la poltrona a su sucesora
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