Política

La opinión de Ángela Vallvey: Ruido

Producen risa, pero solo porque generan también un impotente miedo

Estrambote significa «irregular, extravagante». Antaño, a los versos de un soneto se añadía ese faldón estrambótico, casi siempre con un propósito algo irónico. Hoy día tenemos políticos en la escena que recuerdan al estrambote. Sobrantes, inútiles, escandalosos hasta el desquiciamiento. Producen risa, pero solo porque generan también un impotente miedo. De ellos procede el rechinamiento explosivo bajo el que vivimos, que afecta a la opinión pública de manera severa, doliente, enfermiza. Hay incontables ejemplos de tales políticos ruidosos (de Torra a Trump, la lista es larga, dura y difícil). En España hay algunos que, además de adecuarse al prototipo de alborotadores agresivos, son lo nunca visto porque humillan y ultrajan a voces a su propio país, algo que no se atrevería a hacer ni un Maduro indigesto. Pero aquí tenemos una tropa empoderada y/o infiltrada que es la versión 5G de la leyenda negra serializada y globalizada por Netflix. Luego, en cuanto desaparecen de la escena política, se hace el silencio. La cabeza del ciudadano se despeja, como si acabara de limpiarse después de estar sumergida en niebla venenosa. Porque son personajes deletéreos, el elemento narcótico, y depredador, de la cadena trófica pública: los que, de un último bocado, se zampan a todo aquel que les precede, incluidos sus votantes. En cuanto se van de la vida pública –normalmente, porque los echan–, el mundo empieza a ser un lugar menos desapacible y atronador. Estos políticos ruidosos no son nada cuando se los priva del megáfono chillante del sillón público gubernamental. El silencio es su criptonita: están condenados a evaporarse si no pueden hablar. Cuando callan, nadie los recuerda. Solo se hacen visibles con el ruido porque ruido son. O sea: constituyen el estrambote del soneto de la historia en este siglo disparatado. Son unas líneas que, la mayoría de las veces, bien podíamos habernos ahorrado. Gente que ya está cabalmente retratada en el final de aquel famoso soneto de Cervantes, dedicado a un monumento que se erigió en Sevilla a Felipe II: «Y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada». Nada.