Política
Lo de Armengol como síntoma
«No resulta hiperbólico colegir que la propiedad privada puede tener las horas contadas en España»
A mí no me van a decir ni me van a contar quién es Francina Armengol. No en vano, pasé siete años como director de El Mundo en las Islas Baleares. Siempre fue una independentista o, para ser más precisos, una catalanista travestida de socialista. En sus años de carrera en Barcelona –en su descargo hay que reseñar que no es Iceta o Lastra, sino farmacéutica– estaba en la órbita de ERC. Circula por ahí una elocuente entrevista en la que, pasando revista a sus años mozos en la Ciudad Condal, confiesa que militó en el Bloc d’Estudiants Independentistas. Moraleja: es independentista versión pancatalanista y próxima a esa izquierda extrema que tanto daño está causando a este país. Lo suyo es más Iglesias o Junqueras que González o Willy Brandt. La consecuencia de la consecuencia es que su Gobierno autonómico ha catalanizado hasta la náusea las escuelas y la Administración. Al punto que en muchos centros educativos el 90% de las clases se imparte en catalán. Todo ello por no hablar de esa Sanidad en la que cuentas con más opciones de que te contraten como médico si hablas la lengua de Raimundo Lulio que si el Rey Carlos Gustavo de Suecia te ha entregado el Premio Nobel de Medicina. Otra de sus peculiaridades es su caradurismo. Vende unos consejos, «respeten el toque de queda», que para ella no tiene. En octubre, la cazaron de gin tonics a las dos y pico de la madrugada en el palmesano bar Hat mientras sus conciudadanos llevaban encerrados en sus casas desde antes de la una. Y ahora la presidenta de Baleares, a la que los hosteleros han rebautizado como «Barmengol», actúa como una resentida social con la propiedad privada, tal vez para despistar acerca de su condición de cayetana de la vida, de hija de papás ricos. La mallorquina de Inca se atavió esta semana con el chándal con los colores de la bandera de Venezuela que usaba Hugo Chávez y le dio a la manivela de esa costumbre que el narcodictador hizo tristemente célebre al grito de «¡Exprópiese!». Cualquier lector medianamente informado recordará cómo el multimillonario asesino iba por las calles de Caracas señalando los edificios que había que robar a sus legítimos propietarios. Inmuebles, viviendas y locales que terminaron sistemáticamente en manos de la chusma chavista en una piñata que se ha producido en todos los países de influjo bolivariano, desde Cuba hasta Nicaragua, pasando por el Perú o el Ecuador. Armengol ha empezado con 56 viviendas de bancos, fondos de inversión y toda suerte de compañías inmobiliarias. Se las ha quedado por la cara vulnerando el artículo 33 de la Constitución, que garantiza la propiedad privada, y un puñado de epígrafes de los códigos Civil y Penal. Los diarios británicos, alemanes, franceses y rusos, los principales mercados emisores de turistas, se han puesto las botas incidiendo en lo obvio: la inseguridad jurídica desatada con la chavista medida. Y el ciudadano de las Islas, donde es bastante común atesorar dos o tres casas, está acongojado barruntando que el próximo puede ser él. Si a esto unimos la presión que está metiendo el maleante de Galapagar para topar los alquileres a nivel nacional, no resulta hiperbólico colegir que la propiedad privada puede tener las horas contadas en España. Así empezaron en Venezuela y así está Venezuela. En la ruina. Y cuidadín porque la demagogia es un chicle que se puede estirar hasta el infinito y más allá.
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