Rocío Carrasco

El verdugo

«Han elegido a Rocío Carrasco en lugar de a miles de mujeres anónimas»

En la película de Berlanga «El verdugo» el pobre hombre que tiene que darle matarile al reo en un tardofranquismo envilecido en blanco y negro se derrumba. No puede enfrentarse a ese destino impuesto. Hoy sobrarían voluntarios para cumplir con la pena capital. Hemos perdido hasta el pudor de matar. Se puede ajusticiar de muchas maneras. Rocío Carrasco cuenta su ejecución y sus ansias, no dudo que sinceras, de resucitar, pero, mientras tanto, otros cadáveres se arrastran por el camino. El primero, el de su exmarido y, sobre todo, el de la presunción de inocencia. Media España se ha puesto en la piel de un «hooligan» a defender a su equipo. O estás con la hija de Rocío Jurado o con Antonio David. Conforme avancen los episodios la balanza se irá inclinando de un lado o de otro hasta que al final el «ser diabólico» sea devorado, con o sin razón, que no tengo ni idea.

Hay miles de casos de violencia de género sepultados en el silencio, por lo tanto este presunto que se dirime en televisión no es sino uno más, tal vez de los menos graves, incluso admitiendo que todo lo terrible que cuenta la protagonista sea verdad. Podría darse voz a tantas mujeres y a tantos niños que resulta penoso que la confesión de una famosa sobre un señor al que se le conoce por su manera chulesca de aturdir la tranquilidad en televisión sea la que se convierta en alegato épico de una causa justa. Quien lo sufre sabe cómo algunos de estos casos han acabado con un hijo muerto. Pocas bromas. El docudrama se abriga en un espectáculo dañino que impone a la audiencia un juicio para el que ya tiene sentencia. No hablamos de la venganza de un hijo vago hacia una madre prepotente a causa de una herencia, un vodevil que ya fue tragado y defecado, sino de un asunto de Estado para el que las lenguas de culebra se han convertido en guionistas de un culebrón que vive de enroscarse ante el infinito mientras suelta todo su veneno. El circo tenía gracia cuando los payasos se tiraban tartas a la cara, pero este salto sin red hace que la crónica negra se vista de rosa fucsia y que un minuto de silencio se vuelva un tiempo eterno de cotorreo.