El desafío independentista

Nostalgia de Cartagena

A lo mejor volvemos al pacto conmutativo, sinalagmático y bilateral, el de Pi y Margall, con lo de «bilateral» allí donde nadie llegaba nunca

Hace unos años los socialistas y sus amigos hablaban de la «nación de naciones». Eran los años en los que creían que iban a integrar a los nacionalistas en su propio proceso de federalización de España. Algo que siempre ha querido decir la ruptura de lo que la historia, la política y la cultura han unido para construir otra entidad a la medida de la fantasía de los socialistas, aquello de los pueblos ibéricos de los años 70. La nación de naciones era un concepto difuso y, por lo que dijo Rodríguez Zapatero en su día, discutido y discutible al cuadrado. (Si la nación lo era, ¿qué no lo sería una nación de naciones?) No importaba: halagaba a los nacionalistas y prolongaba la desconfianza que la palabra nación, referida a España, viene suscitando desde que se instauró nuestra democracia no nacional, podríamos llamarla, por señalar uno de sus rasgos singulares.

Luego, a diferencia de los nacionalistas vascos, tan educados y «comme il faut», los nacionalistas catalanes decidieron que había llegado el momento de hacer realidad eso de la nación catalana, fuese o no discutible y/o discutida. A partir de entonces, el concepto de nación de naciones se hundió en el esperpento. Las cesiones, las medias verdades, los indultos a los amigos políticos, los privilegios, las presiones sobre las instituciones necesitan otra denominación, otro «frame» para ver si la opinión pública digiere el comistrajo. Y así es como hemos llegado a lo de la «España multinivel», después de haber transitado por la gobernanza y la cogobernanza cuando el covid arreciaba y en la Moncloa no sabían cómo librarse de la responsabilidad de la masacre que habían contribuido a organizar.

Gobernanza es un término surgido tras la constatación, sobrevenida hace ya algunas décadas, de que los Estados han perdido el monopolio de la acción política. Viene muy bien en el caso español, donde de lo que se trata, precisamente, es de acabar de desmantelar el Estado. Es como si la política se adaptara a una realidad previa y autónoma y se hiciera con la bandera de la Historia. (En parte, ese es el sentido de la presencia en el Gobierno de Manuel Castells, encarnación misma de la vanguardia en red, comunista, libertaria y millonaria al mismo tiempo). Lo de «multinivel» es algo más europeo (porque sólo en la UE puede alguien pensar en tomarse en serio un concepto así), pero pertenece al mismo universo conceptual: el de la descentralización, la corresponsabilización y la negociación perpetua entre agentes políticos de diversos alcance y entidad (y nivel, naturalmente). Se trata, claro está, de un término rescatado para evitar el mucho más peliagudo de bilateralidad. Ahora bien, si los nacionalistas catalanes se empeñan, Sánchez y sus monclovitas aceptarán este último. A fuerza de querer ser inofensivo, lo de multinivel acaba pronto en la irrelevancia, como ocurrió cuando se lanzó hace veinte años. A lo mejor volvemos al pacto conmutativo, sinalagmático y bilateral, el de Pi y Margall, con lo de «bilateral» allí donde nadie llegaba nunca. La nación de cantones… ¡Qué gloria para el socialismo!