Pedro Sánchez

El placer

Resulta inimaginable garantizar, en cualquier circunstancia, el pleno control de los deseos, las pulsiones y las circunstancias de cada cual

En uno de los episodios de «El placer», película del gran Max Ophüls basada en relatos de Maupassant, el burdel de una ciudad de Normandía, aparece una tarde con el cierre echado. Las fuerzas vivas –concejales, comerciantes, banqueros, jueces, todos felizmente casados y con abundante prole en casa– no entienden cómo se ha producido una violación tan grave de las buenas costumbres y acaban peleados. El orden queda restaurado cuando las pupilas del burdel vuelven, al día siguiente, de la excursión que les había llevado a acompañar a la dueña del negocio a la primera comunión de la sobrina de esta, una celebración en la que la emoción de una de las chicas suscita una oleada de fe renovada entre los feligreses, y las feligresas.

El episodio, que pinta una sociedad que nunca ha existido, sí que evoca en cambio un mundo humanizado, en el que ciertas cosas, que por buena educación no se nombraban, existían para encauzar algo que los seres humanos nunca habían tenido la ambición de controlar del todo… hasta las utopías mesiánicas de hace más de un siglo. Sabemos el resultado de todo aquello y por eso no deja de resultar sorprendente que el presidente del gobierno de un país desarrollado y con una democracia liberal y pluralista se atreva a decir que va a «abolir», no ilegalizar, ni castigar, la prostitución.

Se da por descontado que la elección del término viene determinada por las asociaciones emocionales que suscita. Pedro Sánchez y su gobierno feminista se proponen abolir la prostitución como se abolió, en el siglo XIX, la esclavitud. Amparándose en el respeto que, como es lógico, causa una evocación de tal categoría, se erige como el caudillo de una misión equivalente, en su entidad, a una revolución antropológica. Gracias a Sánchez ahí está de nuevo, al alcance de la mano, la solución final a los desafíos que eros y el amor han planteado a los seres humanos desde que existen.

También resulta sorprendente que ante una propuesta como esta, una parte de la sociedad, en vez de reírse a carcajada limpia de quien se atreve a proponerla, resucite el antiquísimo debate acerca de si es lícito o no es lícito intercambiar… ya sabemos qué. La clave, claro está, reside en la libertad de los sujetos implicados y aunque sin duda se podrá hacer más de lo que se ha hecho hasta ahora para acabar con situaciones de explotación y de deshumanización, nunca se podrá alcanzar el punto de garantizar la autonomía completa de los implicados. Resulta inimaginable garantizar, en cualquier circunstancia, el pleno control de los deseos, las pulsiones y las circunstancias de cada cual. Sin embargo, el disparate cobra verosimilitud al basarse el mundo actual en la premisa de que los seres humanos han alcanzado tal grado de desarrollo moral que son capaces de excluir de su conducta cualquier elemento ajeno a su voluntad. Estamos volviendo así a un simulacro de orden natural en el que queda excluido cualquier conflicto entre seres que han superado de una vez por todas esa enajenación que, fruto de un perverso orden social, les conducía a la desdicha. No hay mejor receta para abolir, y esta vez a lo grande, cualquier asomo de libertad… y de felicidad.