El desafío independentista

No sólo es Cataluña

El español también es lengua extranjera en las aulas de Baleares y de otras comunidades

Alfonso Guerra está últimamente cumbre, que diría Javier Arenas. Una de sus más geniales intervenciones tuvo lugar hace un año al abordar por enésima vez ese escándalo de marca mayor que representa la dictadura lingüística en Cataluña en general y la que padecen los niños en las aulas en particular. «Cuando una sociedad acepta lo absurdo sin reaccionar es una sociedad decadente», apuntaba, «el español se trata como una lengua extranjera en España. ¿La Real Academia no va a decir nada?, ¿el Instituto Cervantes no va a decir nada?, los escritores, cuya herramienta de trabajo es la lengua, ¿no van a decir nada? Cuando esto se asume así es que la sociedad no va hacia adelante sino más bien hacia atrás». No se puede describir mejor, ni más claro, ni en menos tiempo. El ex vicepresidente, que al lado de los políticos actuales parece un marciano, puso el dedo en la llaga de un totalitarismo lingüístico que dura ya en Cataluña 41 años, los que han transcurrido desde la llegada al poder del mayor delincuente político de Europa, Jordi Pujol. La sentencia del Supremo conocida esta semana obliga a que el 25% de las asignaturas se imparta en los colegios catalanes en esa «lengua extranjera» que efectivamente es en estos momentos el español. Un idioma hablado por 600 millones de personas que se dice pronto y ya mayoritario en ciudades de quinta como Los Ángeles, Miami y más pronto que tarde Nueva York. Ahora mismo en las aulas catalanas los niños sólo reciben en castellano la clase de español y a veces ni eso porque los profesores de la lengua de un tal Cervantes, de García Márquez, de Cela o de Juan Rulfo se dirigen a los alumnos en catalán. Que hace falta ser paleto y desahogado. El fallo del Supremo tampoco es nada del otro mundo porque, si se cumpliera, el 75% se seguiría impartiendo en catalán, vulnerando como siempre esa Constitución que establece la cooficialidad. Seguiríamos casi en las mismas, aunque cierto es que menos da una piedra. Lo peor de todo es que no se va a obedecer porque la Generalitat vive desde hace cuatro décadas en un perpetuo estado de rebelión. La ley es papel mojado en Cataluña y ya se sabe lo que pasa cuando la legalidad es una entelequia, que no hay democracia. Por eso aplaudo con manos y orejas esa sensata petición de Pablo Casado para decretar un mini155 que obligue a implementar el veredicto del Alto Tribunal. Intuyo que este Gobierno filogolpista colaborará en el delito de desobediencia que la Generalitat volverá a perpetrar con la falsa excusa de que la Ley Celaá ampara su dictadura lingüística. Desde la sentencia del Estatut en 2010 se han pasado por el arco del triunfo 10 sentencias sobre la materia, seis del Supremo, cuatro del Tribunal Superior. Con todo, el drama trasciende los límites geográficos de Cataluña. El caso de Baleares es clónico al de Cataluña: todo salvo el español es en catalán, ni siquiera en mallorquín, menorquín, ibicenco o formenterés. Lo del País Vasco, Comunidad Valenciana, Navarra y Galicia no es tan grave aunque en estas regiones se transgrede ese derecho inalienable de los padres a decidir en qué lengua se educan principalmente sus hijos. Las autoridades son muy cucas: si controlan la lengua en la que empiezan a pensar los niños, tienen a las nuevas generaciones en sus manos y si las nuevas generaciones están en sus manos, el futuro es suyo. Efectivamente, una sociedad no puede ser más decadente si su gran lengua es considerada lengua extranjera en buena parte de su territorio. Decadente… y aldeana.