Yolanda Díaz

La mirada de las mil yardas

Díaz es una mujer tan cercana y cordial que desampara, y esa es su principal arma, pues funciona como un agujero negro de buen rollo que arrastra a quien pasa cerca de su campo gravitatorio

Salgo de casa después de diez días de cuarentena por Covid y observo el compás de las rotondas, las señoras que andan rápido, el aleteo de las pocas hojas que quedan en los árboles, y en todas las cosas veo la foto de Yolanda Díaz con Antonio Garamendi. La ministra de Trabajo viste de rojo sempiterno adornado con una mascarilla de amapolas, casi las amapolas del poema de John McCrae en recuerdo de la aparición misteriosa de miles de flores tras una batalla sangrienta durante la Gran Guerra: «En los Campos de Flandes / soplan las amapolas entre fila y fila (…) Amábamos y éramos amados, y ahora yacemos /en los campos de Flandes», decía. Yolanda Díaz es los prados de Ypres pero del Concejo de Fene (La Coruña), y ahí la tenemos, agarrada al brazo de la patronal. O encaramada. En realidad, Díaz es una mujer tan cercana y cordial que desampara, y esa es su principal arma, pues funciona como un agujero negro de buen rollo que arrastra a quién pasa cerca de su campo gravitatorio. Antonio Garamendi ya ha sufrido sus perturbaciones magnéticas, pues la cortesía institucional a la que obliga su cargo produce cercanías que una vez retratadas en la prensa son utilizadas por el Gobierno como sello de aprobación a sus políticas por parte de los empresarios. Le pasó también al Papa, que se reunió con Yolanda Díaz y ahora la papisa parece ella.

Luego está lo de Garamendi, impertérrito, los brazos sobre la mesa en perfecta compostura «getxotarra» la corbata de un sobrio azul cantábrico y los ojos «giocondos», entre las sorpresa y el agotamiento, que son los dos polos entre los que se mueve la vida de todo hombre. A esta mirada, los gringos la bautizaron como «La mirada de las mil yardas» («Thousand yards stare») y era común en los soldados de la segunda guerra mundial que sufrían el síndrome postraumático después de llenarse los ojos del horror de la batalla.

Acaso ella le esté confesando algo divertido o haya entre ellos un atisbo de inflexión festiva, pues el decorado tiene algo de ese momento de la boda en el que después de tres agotadoras horas de convite, llega el momento de levantarse, de bailar, de arrimar y de lo que haga falta, y uno se viene arriba. O quizás de ese instante en el tendido de sol de Pamplona en el que durante el tercio de banderillas al segundo de la tarde, nota uno que se le está pasando la resaca.

Solo la camarera aporta un punto de cordura al momento, con su chorro de café servido con perfección. Dice José Antonio Montano que está salvando el mundo, gracias a una profesionalidad que le impide mirar la mano de la ministra y, me refiero a la mano que posa en el brazo del presidente de la patronal. Anda uno preguntándose dónde estará la otra, y ahí es donde está el quid de la imagen, como casi siempre en lo que no se ve, concretamente en la posición relativa que tendrán los cuerpos de los dos debajo de la línea de visión de la mesa y que ha de ser de lo más decente, aunque la elipsis visual lleva indefectiblemente a la picardía, casi al chiste del dentista en el que el paciente agarra al odontólogo por la parte que tiene a la altura y le pregunta: «¿Verdad que no nos vamos a hacer daño?».