Religion

El primer Domingo de Ramos

Entre cantos y aclamaciones, con los ojos llorosos y montado en un burro entró Jesús en Jerusalén por la Puerta Dorada, la más próxima al templo, que era por donde debía entrar el Mesías

Entre el airear de las palmas y de los ramos de romero, de laurel o de olivo se presiente ya el drama cercano. Pasa también en la vida. Este año el telón de fondo de las alegres vacaciones de Semana Santa es la infame guerra de Ucrania. Observemos lo que ocurrió aquel primer Domingo de Ramos. Amaneció un día claro, primaveral, en Betania. Jesús madrugó como de costumbre. Lo despidieron María, Marta y Lázaro, el resucitado. También acudió Simón «el leproso», en cuya casa habían celebrado todos la cena del «sabat» la noche anterior. Estaban emocionados, sospechando, aunque nadie lo dijera, que podía ser la última despedida.

Por el camino hacia Jerusalén fueron incorporándose al grupo de seguidores peregrinos que se dirigían a celebrar la pascua, hasta formar una comitiva numerosa. El camino asciende serpenteando por la ladera Este del Monte de los Olivos. A mitad del puerto Jesús se detuvo en la pequeña aldea de Bethfagé, «casa de los higos», apenas un puñado de casas en las orillas del camino, y encargó a Bartolomé y Felipe que buscaran en el pueblo y le trajeran un burro joven. No tardaron en volver con el borriquillo al que seguía su madre, la burra. Jesús podía haber elegido un caballo, símbolo del poder y de la guerra, pero prefirió el asno. Con esa predilección por este humilde animal, daba a entender que su reino no era de este mundo.

Cuando la gente lo vio montado en el burro empezó a cubrir espontáneamente el camino con ramas de olivo agitándolas en las manos. Otros cortaron palmas. A su paso iban alfombrando el suelo con sus mantos. Los discípulos estaban eufóricos, al ver el recibimiento, con la muchedumbre, entre la que destacaban las voces de los niños, cantando himnos mesiánicos: «¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Bendito el Rey de Israel! ¡Bendito el hijo de David! ¡Hosanna!...» Aquello era un escándalo, una provocación intolerable. No tardaron en acudir emisarios de los fariseos. «Di a tus discípulos y seguidores que se callen», le ordenaron. Jesús les replicó: «Si ellos se callaran, gritarían hoy las piedras». En lo alto de la cuesta se detuvo. La ciudad santa y milenaria se extendía a sus pies. Relumbraba el oro de la fachada del templo, con sus torres y sus atrios. Y en ese momento se afligió, se le saltaron las lágrimas y lloró sobre Jerusalén.

Así, entre cantos y aclamaciones, con los ojos llorosos –sabía lo que le esperaba– y montado en un burro entró Jesús en Jerusalén por la Puerta Dorada, la más próxima al templo, que era por donde debía entrar el Mesías.