Semana Santa

Resurrección

Ha salido España a la calle, a rezar, a vivir y a morir y a olvidar que hay coronavirus

Desde Manolo Alcántara –«Ya estuve en los lugares en los que estuve»–, sé que casi mejor que visitar los sitios, resulta imaginarlos y que te los cuenten. A las ciudades hay que llamarlas por teléfono, así que por teléfono llamo a Jaime Pablo Romero para que me cuente Sevilla y a José Peláez para que me cuente Valladolid. Es el jueves y este año falta Jaime «padre», y digo padre porque fue también un poco el mío. Jaime me manda una foto de la calle Esperanza Macarena llena de gente apostada en la acera ocho horas antes de que pasara la Esperanza Macarena. Sevilla es dueña de unas aceras fértiles como las orillas del Nilo de sus sevillanías y que dan lugar a personajes de sillita plegable, pipas, fervor, niños coñazo pidiendo una estampita y pareja de veinteañeros «canis» dándose el lote al paso del Cristo. Hablo de un universo único de devoción de punkis de la Alameda que marida en la bulla con esa otra Sevilla incólume de la contención del aplauso en la enésima levantá y un Calvario de mocasines. El dolor de pies parece una penitencia leve a cambio de verla pasar a Ella por la mañana, cansada de vuelta a la Basílica de La Macarena –puñaladas blancas de sol en los ojos–, y mirarla una vez que humo de los cirios ha dibujado ya en su rostro las huellas de un tiempo que pasa, una tristeza insondable y una verdad desgarradora: «A ti, María, una espada te atravesará el corazón».

Desde Valladolid, Peláez confiesa que nunca vio así a la ciudad, tan llena por dentro y por fuera. Que Sevilla es una algarabía de inciensos y naranjos y Valladolid, un llanto eterno de silencios, es una de las bobadas que se dicen en mi España para salir del paso de sus complejidades. Imagino llena la ciudad de Castilla, los reencuentros, las oraciones retomadas, «Cristo apurando el dintel de una iglesia», ha escrito Guillermo Garabito. Nunca estuve en la Semana Santa de Valladolid como Rafael nunca fue a Granada. A Sevilla fui ya crecido, porque mi padre cuando estuvo se negó a contarme cómo era aquello y me dijo: «Ve tú cuando seas mayor y lo ves». Andaba ya herido de muerte por el tiempo y la vida y José Luis Pablo Romero, que era el Hermano Mayor de la Macarena, le regaló una estación de penitencia a los pies de la Virgen. Así que fui de mayor, cuando él ya no estaba, o estaba ya de otra manera, y tanto la vi en la Cuesta del Bacalao entre aquella tempestad de capirotes, incienso y apreturas, que a la mayor le pusimos Esperanza Macarena y de mi padre se sigue pagando la cuota de hermano veinticinco años después de morir.

Mi padre escribió del proceso que transcurría en la ciudad y que iba desde la Semana Santa hasta la Feria, un recorrido que acertó a bautizar en un título como «Sevilla, del llanto al cante» y que tenía que ver con lo que Santa Teresa definió como el saltar de cada uno «de su sombra a su sol». Sevilla viene siendo la hora GMT de la primavera. Me digo con Peláez en que lo de pagar la cuota de mi difunto padre será «para siempre» o hasta que alguien de una generación venidera se olvide, y ese será el momento en el que habremos muerto los dos definitivamente. Pero todavía no ha sucedido y por el whatsapp vuelan fotos del gentío sevillano y de Pucela y convenimos que este ha sido un «Jueves de Resurrección» después de tanto miedo, tanta distancia, tanta pandemia y tanta vaina. Ha salido España a la calle, a rezar, a vivir y a morir, que es a lo que sale uno a la calle; a olvidar que hay coronavirus y el que quiera recordarlo, que se ponga una alarma en el móvil.