Vaticano
Lo del Papa Francisco
«Una vez más, la equidistancia de los “soñadores vaticanos”»
Los mismos títulos que tiene Rusia sobre Ucrania son los que tiene España sobre México, México sobre Texas o Colombia sobre Panamá. Así que el argumento del «Rus de Kiev», la vieja cuna de Rusia, tan mentado, tiene, a efectos prácticos, la misma validez que los sentimentales esfuerzos de algunos puertorriqueños, que llevaron hasta la ONU la reclamación de la españolidad de la isla, botín de guerra gringo en el 98. Hoy, Ucrania es un país soberano, reconocido por las leyes internacionales y con unas fronteras admitidas por Naciones Unidas. Y, además, tenemos el hecho, parece que indiscutible, de que los ucranianos se están defendiendo con uñas y dientes frente a un invasor que se había creído su propia propaganda y la ensoñación de un paseo militar en el que las columnas victoriosas serían recibidas como amados libertadores, con alfombras de flores y los besos de las mujeres. Pues no. Las flores son misiles contra carro y a las mujeres las violan. Viene esta reflexión a cuenta de lo del Papa Francisco y el Vía Crucis, con dos enfermeras, una rusa y otra ucraniana, amigas y residentes en Roma, portando la Cruz. Un gesto por la paz, efectista y bienintencionado, pero marcado por la equidistancia, como si Su Santidad hubiera bebido de las fuentes poco claras del clero vasco. O, por ser tan caritativo como el patriarca greco-católico de Ucrania, Sviatoslav Shevshuk, de las ideas de unos «soñadores vaticanos» que obvian la primera premisa, que es que hay que dejar de matar. Porque no se trata de que las buenas gentes del común, ucranianos y rusos, apelen a la paz, sino de exigir a Rusia el final de la agresión ilegítima e injusta de una nación soberana. Exigir el final de los bombardeos de sus ciudades y pueblos, el final de los asesinatos de civiles, de las violaciones de mujeres y niñas. En definitiva, el final del martirio de una población que ha demostrado su voluntad soberana con la última razón de las armas y las vidas de sus gentes. Y a partir de ahí, Su Santidad puede pedir la paz y la reconciliación, que, como recuerda la Iglesia católica de Ucrania, sólo pueden venir de la restauración de la Justicia. Por desgracia, el discurso de la equidistancia revelará su cruda desnudez cuando Vladimir Putin acometa el acto final. Y no hablamos de armas nucleares ni de insidiosos gases. Cuando el Ejército ruso termine de reorganizarse, limpiando los mandos incompetentes de las unidades y garantizando una cadena logística digna de ese nombre, entonces veremos el poder de una artillería inagotable, que neutralice por el fuego el campo de tiro de las armas anticarro occidentales. La lluvia de acero que, entre los rusos, siempre precede a la infantería. Nada de hábiles movimientos tácticos, maniobras por sorpresa y fintas, improbables en estos tiempos de satélites espía y drones de reconocimiento, capaces de detectar, por el calor, hasta el desplazamiento de pequeñas unidades. De Ucrania quedará el paisaje que hoy vemos en Mariupol porque en la cabeza de Putin no cabe la retirada, por más soldados que vuelvan a casa en bolsas negras y por más armas que occidente entregue a los ucranianos, por cierto, de unos arsenales que empiezan a resentirse de la presión. Y Su Santidad volverá a apelar a la paz y la reconciliación. La misma paz de los cementerios de la que ya gozaron Polonia, Hungría, Letonia y la misma Ucrania.
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