Tierra

¿Preparados para el siguiente apocalipsis?

La enorme cantidad de energía liberada hizo que los entonces 200.000 kilómetros de líneas telegráficas que existían en el mundo, se vieran alterados

Ayer, el dependiente de la fontanería a la que voy de vez en cuando, me miró como si estuviera loco. «¿Una caja de plomo? ¿Y para qué quiere usted eso? El plomo es tóxico…». Yo le sostuve el comentario como pude y respondí que la necesitaba para proteger los discos duros de mi ordenador. «Es lo único que funciona contra las tormentas solares”, dije. Aquello no le convenció. De nada valió que invocase un estudio publicado hace una década en los Estados Unidos en el que se advierte que la probabilidad de que una llamarada de plasma extraordinaria, emitida por nuestro Sol, pueda fundir los sistemas electrónicos de la Tierra, es de una a ocho… ¡para 2022! Ni tampoco que en 2016 Barack Obama firmase una orden ejecutiva titulada Coordinación de esfuerzos para preparar a la nación para eventos meteorológicos espaciales, en la que avisaba de la necesidad de blindar estructuras sensibles del país ante un superfulgor que pudiera causar un apagón masivo.

«Entonces…», me miró el dependiente cada vez más desconfiado, «…después del covid, de la arena del Sáhara en Madrid y de la guerra de Ucrania, ¿lo siguiente es una tormenta solar? ¡Vamos, anda!».

Me fui del establecimiento sin mi caja, haciéndome cargo del hartazgo de mi interlocutor, pero también dándole vueltas a la lectura que me había hecho salir corriendo a la tienda. Su autor, Robert Schoch, es un geólogo de la Universidad de Yale. Acaba de publicar en España su ensayo Civilización olvidada (Luciérnaga). A Schoch lo conocí en la República de San Marino en 2001, volví a cruzarme con él en Cagliari al año siguiente, y más tarde, en un par de ocasiones más, en El Cairo. Por aquel entonces andaba estudiando la erosión de la roca en la que fue esculpida la Esfinge, y había llegado a la conclusión de que la primera forma del monumento más famoso del Nilo debieron de dársela al menos siete mil años atrás, antes incluso del tiempo de los faraones. La reacción de la comunidad egiptológica a sus apreciaciones fue tan enconada, que Schoch se vio obligado a volcar su carrera en estudiar las civilizaciones antiguas desde la óptica de la geología. Y ahora ha llegado a la conclusión de que antes del fin de la última Era Glacial –que culminó hacia el 9600 a.C.– existieron una o varias culturas muy avanzadas que fueron barridas de la Historia por alguna clase de cataclismo climático.

¿Cuál? En 2001, el doctor se encogía de hombros cuando se lo preguntaba. Hoy, en su nuevo libro, apuesta por un efecto colateral del Sol. Según él, una serie de llamaradas solares de gran envergadura –cíclicas, por cierto– podrían haber alterado lo suficiente la atmósfera terrestre en el pasado, tanto como para aumentar su temperatura y provocar cambios atmosféricos globales. Deshielos, inundaciones, supertormentas… Todo es atribuible al efecto que una nube de gas y plasma de miles de millones de toneladas, expulsada por el Sol, podría causar en la Tierra.

Para Schoch, existen indicios «recientes» de lo peligrosas que pueden ser estas tempestades. Entre el 28 de agosto y el 5 de septiembre de 1859 una de ellas nos golpeó de lleno. La enorme cantidad de energía liberada hizo que los entonces 200.000 kilómetros de líneas telegráficas que existían en el mundo, se vieran alterados. Ardieron varias centralitas por culpa de la inesperada inyección de corriente continua a sus hilos de cobre, al tiempo que hermosas auroras boreales se dejaban ver entre Europa y América del Norte.

Si hoy recibiéramos una descarga así –y, en términos geológicos, si sucede una vez, ocurrirá otras–, lo primero que notaríamos sería un apagón masivo. La Tierra está mucho más llena de cables que entonces y dependemos por completo de la tecnología eléctrica. Quedarnos sin luz no solo significaría perder internet, el transporte ferroviario, el aire acondicionado o los semáforos en las ciudades. Las redes de distribución se pararían. El dinero electrónico –hoy mayoritario– dejaría de fluir. Nos quedaríamos sin radio ni televisión, sin hospitales, y los 442 reactores nucleares que hay distribuidos por todo el planeta, empezarían a recalentarse ante la falta de electricidad en sus bombas de refrigeración. Ya sucedió en Fukushima. Y eso por no hablar de la pérdida irreparable de la mayoría de nuestros satélites o el colapso de los oleoductos, que se mueven gracias a corrientes inducidas que, sobrecargadas por cientos de amperios inesperados, empezarían a corroerse y degradarse, y quién sabe si también a incendiarse.

Guardar en mi cajita de plomo los discos duros con mis escritos sería, después de todo, una victoria pírrica frente a semejante tsunami. Y cuando pasara, dudo que consiguiera un ordenador que pudiera leerlos de nuevo.

«¿Y cuándo dice usted que va a caernos esa tormenta solar?». La voz del dependiente asoma de pronto a mis espaldas. Ha salido a la calle a buscarme. El hombre se ha quedado pálido, pensativo. «Nadie lo sabe. Podría ser mañana mismo», le digo. Lo malo, añado, es que nuestros sistemas para detectar algo así solo nos avisarán con unas horas de antelación. «¿Ve por qué necesito esa cajita de plomo?». El muchacho –porque es un chico joven, con cara de susto, adicto a su móvil y a su tele de plasma–, asiente. «No se preocupe. Se la conseguiré enseguida. ¡Vuelva usted mañana!».

Lo haré, claro.

Javier Sierra es Premio Planeta. Acaba de publicar la adaptación a cómic de su novela «La pirámide inmortal».