Benedicto XVI

Demasiado sabio para este mundo falsario

Benedicto XVI tenía exceso de luz en su mente, algo abrumador hasta para él

Uno, que, comido por las dudas, apenas tiene fuerzas para sostenerse agarrado a la fe del carbonero, que fía, como en el Tenorio, en la clemencia divina y en que «un punto de contrición da al alma la salvación», y que, teológicamente, no pasó del Catecismo, entiende que Su Santidad, Benedicto XVI, fallecido el último día del año, renunciara al papado y decidiera pasar los últimos años de su vida en discreta oración. Le imagino abrumado ante la inmensidad de una labor que, de llevarse a sus últimas consecuencias, abriría la puerta a un cisma mayor entre la Iglesia Católica y esta sociedad nuestra, llena de soberbia, tan carente de humildad que, por negar, niega hasta el pecado. Gentes que saben perfectamente qué es lo que hay que hacer, pero que se muestran incapaces de reconocerse como vulgares pecadores del montón y que han renunciado a la caridad, esa que empieza por uno mismo. Con el poeta, soberbios y melancólicos borrachos de sombra negra, que reaccionan furibundos ante el espejo de su propia conciencia y que han hecho del sofisma su mejor justificación.

Sí, uno comprende al Papa muerto, su bajar los brazos, porque el ruido de fondo es infernal, las luces de la imposición deslumbran y el miedo al poder de la masa echa para atrás hasta al hombre más templado, más sabio y más humano, como era Benedicto VI. Fatiga, y mucho, tener que librar batallas ya libradas, combates que parecían ganados, aunque fuera a los puntos, por unos principios forjados en la certeza de la igualdad y la libertad del hombre hecho a imagen y semejanza de Dios. Y así como vemos convertida la aberración del aborto en un derecho de la mujer, cuando, en realidad, es el triunfo del machismo más cínico, el del varón que se libra de toda responsabilidad y se la endosa a las madres, eso sí, envuelta en una falacia liberadora, veremos el retorno de los gladiadores a la arena del circo. Somos una sociedad que, cada año, mata a 90.000 de sus hijos, y lo hace en el seno materno. Siglos de pelea idos por el sumidero de la mentira porque, hubo un tiempo, lejano, en el que se consideraba lícito el aborto si la mujer era sierva o esclava, no en el caso de las libres. El Código visigodo puso fin a esa delirante discriminación que, como ahora, libraba de problemas al varón.

Y sí, es el machismo lo que subyace en la violencia de género, pero no sólo. El alcohol, las drogas, la omnipresente pornografía, el desprecio al compromiso y a la palabra dada, la moral flexible ante los propios deseos, la renuncia a la dignidad y al honor tienen una parte, y no menor, en la culpa de la matanza de mujeres. Cambiamos el concepto de familia, se expande la especie de que es la mera voluntad la que asigna el género, se vulnera la patria potestad, se pretende que los niños tienen capacidad de decisión en las relaciones sexuales y se persigue, incluso, con la ley en la mano a quienes quedan reducidos a meros resistentes.

Y, claro, una sociedad maltrecha, sorda y ciega bajo las fanfarrias del progresismo laicista, tiende a encerrarse en lo individual o sustituye a Dios por las viejas deidades panteístas en las que el hombre, sobre todo el que era pobre y vivía subyugado, sólo contaba como juguete del Olimpo. Benedicto XVI, ya les digo, un hombre sabio que había conseguido hacer la síntesis de la fe con la filosofía griega y el pensamiento jurídico romano, tenía demasiada luz, demasiado conocimiento en su mente. Algo abrumador hasta para él. Descanse en paz.