Con su permiso

Lo del agua es urgente

A los catalanes que no viven de la política, la sequía les importa más que las ensoñaciones de los siete magníficos de Waterloo

SequÍa
SequÍaIlustraciónPlatón

Juegan los políticos con lo del extrarradio y hacen chuflas los tertulianos con lo de la fachosfera del sanchismo, pero más allá de las ciudades donde se decide, y sobre nuestras cabezas, en la atmósfera que sostiene el aire que respiramos, están cambiando las cosas y lo hacen a peor.

Que se lo digan a los catalanes, piensa Ginés, tanto procés, tanta independencia, tanto Puigdemont y tanta amnistía, y sigue sin llover y la situación es de emergencia. El jefe supremo del gobierno independentista ha decretado racionar en casi todo, Barcelona incluida, para no quedarse sin agua potable.

Ginés se apostaría su carné del Atleti a que esto le preocupa más a los catalanes, incluidos los independentistas de a pie, la gente que no vive de la política, que las ensoñaciones de los siete magníficos de Waterloo, empeñados en mostrar sin pudor que lo único que les importa es salvar el culo a su líder. Ni siquiera sus ideas o compromisos, lo importante es construir a su alrededor un muro impermeable al tiempo y la verdad.

Pero les pasa por detrás y les va a fastidiar el baile la tragedia que viene del cielo, reseca el campo y se asienta en las ciudades, que nace en el viento seco que vacía los pantanos, que nos asalta como una plaga silenciosa y obstinada (podría decir pertinaz, pero hablando de sequía acaso se malinterprete la expresión).

Se diría que nadie actúa, como si no fuera evidente desde hace tiempo que podríamos llegar a mirar cara cara a este demonio del aire y la tierra secos. Como si no hubiera habido antes sequías de las que debió salir la voluntad política y la acción necesaria para que no nos pillara en otra. Pero, claro, vuelve a llover y el agua se lleva los miedos y las reservas y se nos olvida que la sequía está ahí y regresa porque es cíclica y frecuente, y más que lo va a ser según se va calentando el planeta. Se pregunta Ginés si no será porque en esto del agua, como en lo que al campo toca, se toman las decisiones en urbanas residencias alfombradas y se miden sus consecuencias con la regla de las cifras estadísticas que todo lo resuelven, que a todo se ajustan. No se afina en la calle, no se mira al cielo. Sólo los hombres y las mujeres que cada mañana lo hacen porque les va la vida en ello saben lo que es verlo vacío.

Las aseguradoras agrarias revelan que el año pasado tuvieron que pagar más de 800 millones de euros por culpa de la climatología adversa. Sequía, inundaciones, granizo… todo eso que antes tenía su tiempo y venía en plazos largos, y ahora arrasa cuando menos te lo esperas.

Dicen los agricultores que el que acabamos de despedir ha sido el peor año de la historia del campo desde que se hacen estadísticas en él. La emergencia en Cataluña, como lo que puede venir en Andalucía, donde Moreno Bonilla avisa que si no llueve pronto en primavera habrá que llevar el agua en camiones a Málaga, Córdoba y Cádiz, nos hacen a todos parte de una representación trágica que hasta ahora tenía como escenario el campo y su público eran los agricultores.

La sequía es un depredador potente e imparable que ya está devorando lo que nos alimenta sin que nadie se lo tome suficientemente en serio para ponerle freno o sin que queramos o sepamos enterarnos más que cuando escuchamos en las calles el ruido de la furia del campo o cuando la tierra cuarteada nos eleva al cielo los ojos como hacen ellos a diario.

De Santa Bárbara nos acordamos cuando llueve, de Santa Agua cuando empiezan a bajar los pantanos hasta desnudar sus fondos. Ahora estamos todos midiendo su escasez. Ya no solo el campo. Pero los agricultores llevan años sufriendo su ausencia y además el lastre de las subidas de costes, y la caída de renta y a menudo el desdén y el olvido de lo legisladores cuando no la mirada inclemente desde una sociedad que se sirve de ellos pero no los tiene en cuenta o los desprecia.

Le parece curioso a Ginés, quizá el quiebro de un destino afecto al juego –aunque él no cree mucho en esas cosas– que la alarma nacional por la sequía viaje paralela al furor europeo de los agricultores, o campesinos si uno quiere mantener la voz paternalista: que en la tele se vean las noticias de la sequía y después las protestas del campo. Es ya tradición su queja como lo es la sordera de la ciudad, la lúcida verdad de la naturaleza frente a la relajada desatención de los humanos. Pero esta vez, si somos capaces de superponer realidades que contemplamos separadas, quizá empecemos a entender de verdad de qué va todo esto.

Y va de saber dónde estamos, qué hacemos y de qué vivimos. Va de poner en valor el campo, de ser conscientes de que si se muere se nos cierra la despensa y de que si todos juntos no exigimos que se priorice el agua como cuestión estratégica de Estado, como eje de un gran pacto nacional o supranacional que nos prepare para lo que viene seguiremos perdiendo tiempo y energía mientras nos desgastamos en debates que no solucionan los problemas reales.

¿Necesarios? Pudiera ser. Pero no tan urgentes como el del aguas.