Tribuna

Alfonso XIII y la economía

No parece que, en su conjunto, la economía debiera ser un factor determinante en la caída de una monarquía que asistía a la eclosión de la edad de plata de nuestra literatura y en el que la ciencia se alzaba a unos niveles sin precedentes

El siglo XIX fue el ensayo inicial: dos de nuestros cuatro reyes murieron en el exilio, Carlos IV en Nápoles y su nieta, Isabel II, en París.

Acreditada la iniciativa, España le tomó el gusto a la experiencia y en el siglo XX dejó morir exiliados a tres de sus cinco Jefes del Estado: Alfonso XIII, Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña y en el exilio vive Juan Carlos I. Solo uno, Franco, «murió en la cama», expresión coloquial con la que se quiere indicar que el hecho no solo aconteció en su patria, sino ostentando además el mando supremo en la dictadura que había instituido.

Alfonso XIII, segundo y último titular regio en la Restauración vivida al cobijo de la Constitución de 1876, es portador de la peculiar calidad de haber sido la cara más visible del único punto en el que la República y Franco han coincidido: el entusiasmo con que ambos se entregaron al descrédito de aquel régimen constitucional, que él presidió con ejercicio efectivo durante veintinueve años, desde la declaración de su mayoría de edad, en el año 1902, hasta su marcha al exilio, en el año 1931, con inclusión de los seis años de la dictadura de Primo de Rivera.

¿Fue la economía una de las causas de su exilio? Muchas son las tesis sobre el fracaso último de la Restauración: que si el caciquismo, que si evoluciones sociales que no supo asumir, que si la dictadura, que si el nacionalismo… En fin, vaya mi personal aportación: pienso que, sin negar la colaboración de todos ellos, el grande y definitivo corrosivo del sistema fue la guerra de África, que llegó a impregnarlo por entero y que acabó alcanzando muy directamente al Rey.

No es, sin embargo, el objeto de este texto un pronunciamiento sobre la cuestión, sino el de buscar luz sobre cuál fue la suerte económica de España en aquel tiempo y para hallarla, tengo un riguroso y a la par asequible e instructivo libro en las manos: «La Modernización Económica en la España de Alfonso XIII», del catedrático de Economía Aplicada José Luis García Delgado.

En él hay una primera y gozosa afirmación: durante su reinado -nos dice-, se produjo «un avance muy considerable en la senda del avance económico y social» y aporta el dato de que la renta por habitante creció en ese tiempo con un promedio acumulativo del 1,2 por ciento anual, 41,7 final de incremento.

Nos sorprende, asimismo, con otro aserto, en apariencia contradictorio con el nuevo dato que acompaña, el de que entre 1902 y 1923, es decir los del gobierno estrictamente constitucional de Alfonso XIII, se sucedieron 33 gobiernos y 44 relevos en Hacienda, no obstante lo cual, desde la perspectiva del desenvolvimiento económico, considera como elemento favorable una cierta consistencia constitucional, manifestada en la vigencia del principio de legalidad, así como en la conservación del régimen jurídico en el que la actividad mercantil se desenvolvía, de modo que las concretas incertidumbres políticas no alcanzasen a perturbarlo sustancialmente.

Expone como la retórica de protección del mercado nacional que aplicaban nuestros políticos la compartía toda Europa, siendo factores determinantes del impulso económico de España, el aumento de los recursos de capital, con ampliación y mejora de las estructuras; novedades técnicas sobresalientes, en el campo de la energía eléctrica, en el del transporte y en las comunicaciones; una fuerza de trabajo mejor cualificada, por reducción del analfabetismo y desplazamiento de trabajadores del campo a la industria y, finalmente, una perceptible mayor iniciativa empresarial. Y a destacar, como estrictamente peculiar de nuestro país, además de su neutralidad durante la contienda, el beneficio económico que le representó el desastre de 1898: de nuestras últimas colonias llegaron capitales, que se calculan en la formidable suma para la época de dos mil millones de pesetas oro, cuyos titulares no solo traían sus dineros, sino además una experiencia empresarial de la que aquí se carecía.

Todo esto acontecía bajo la debilidad de la égida de un Estado, del que destaca lo positivo del «buen nivel de formación intelectual y de competencia profesional» de sus responsables, pero con el peso de una carencia manifiesta de recursos. En momentos puntuales, con unos presupuestos de mil millones de pesetas, se llegó a dar el caso de que el 70% iba al pago de los intereses de la deuda y el 10% a los gastos de la guerra de África.

No obstante, no parece que, en su conjunto, la economía debiera ser un factor determinante en la caída de una monarquía que asistía a la eclosión de la edad de plata de nuestra literatura y en el que la ciencia se alzaba a unos niveles sin precedentes, pero lo cierto es que las gentes que protagonizaban estos excelsos quehaceres no la acompañaron, sino que, por el contrario, como evoca el profesor García Delgado, con cita de Laín Entralgo, la crítica que le hicieron los hombres de las generaciones del 98 y de 1914 había sido «feroz y con saña». Gregorio Marañón fue uno de ellos y de los más activos. Años más tarde, vuelto a España pasada la Guerra Civil, se ciñó el capote de la melancolía: «ha sido preciso el gran dolor de estos días para que nos demos cuenta del bien perdido y de su magnitud».

Aviso a navegantes…

Ramón Trilloes ex Presidente de Sala del Tribunal Supremo