Fernando de Haro

Abuso de memoria

El deseo de saber dónde descansan los últimos restos de la que fue la carne amada merece todo el respeto del mundo. A nadie se le puede negar la legítima aspiración de dar el últim adiós a quien se quiso. Eso es una cosa. Y otra muy diferente es lo que Todorov llama «el abuso de la memoria». Los pueblos, por desgracia, acumulan , mastican y alimentan sus odios. Salvo milagros que rara vez suceden en la historia, la iniquidad no se destruye sino que se transmite de generación en generación. Los últimos siglos en Europa han sido testigo demasiadas veces de este misterioso proceso. Sin embargo, las dos últimas generaciones han asistido a dos memorables excepciones. La reconciliación de Francia y Alemania tras la segunda Guerra Mundial fue uno de esos extraños instantes en que memoria y abuso no fueron, por una vez, de la mano. El otro fue la Transición española. No por casualidad el historiados Stanley G. Payne asegura que la Transición es la mayor contribución que ha hecho nuestro país a la historia contemporánea.

Por eso es una irresponsabilidad mayúscula que la Junta de Andalucía tenga una Dirección General de Memoria Democrática. Porque eso no tiene nada que ver con el dolor de los hijos y los compañeros. Porque eso es querer, por razones ideológicas, acabar con uno de los mayores tesoros de nuestra reciente historia. Democracia en España es reconciliación y perdón. No es una anécdota que los arqueólogos de la Junta de Andalucía se hayan desplazado a Ólgiva para buscar posibles fosas comunes que no aparecen en el catálogo realizado hasta ahora. No hacen falta arqueólogos para recuperar la ley de amnistía del 77 o la Constitución del 78. Son más reparadoras.