Paloma Pedrero

Alan, Carmencita, tú y yo

La Razón
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Gracias a Dios, a la naturaleza o a no se sabe qué, todos somos diferentes en algo. Todos tenemos algo fuera de lo común; un misterio, un secreto, una culpa. En muchos esta diferencia condiciona poco la relación con los otros. Incluso, esa discordia interior puede ser ocultada en sociedad, el triste disimulo. Pero está ahí y encanija. Hay otros casos en que la diferencia es llamativa, inmensa, indisimulable, como es el caso de personas que poseen una desunión entre su sexo biológico y su identidad. Su sentir. Es el caso de los transexuales como Alan. El chico que se suicidó hace unos días ante la insoportable presión que padecía. Los otros, algunos de los otros, sin percibir su propia carga, su propio dolor, su no ser como el absurdo modelo establecido, ciegos para ellos mismos, acosaron ciegamente a Alan.

A Carmencita la conocí cuando yo trabajaba en la vieja Maternidad de Madrid. Era una muchacha guapa, morena, femenina. Pero no le había venido la regla. Después de una intenso estudio, los médicos concluyeron que Carmencita era un varón. Incluso se plantearon construirle un pene en su cuerpo impreciso. Carmencita se opuso como leona y siguió siendo una secretaria sin deseo hacia ningún sexo. Qué podía dejarse sentir entonces. Tantas veces me he preguntado por ella. Tantas la he imaginado de adulta amando felizmente.

Tú, yo, todos somos únicos. Y es maravilloso serlo. La uniformidad es sólo fingimiento, simulación, impostura. Es sólo la manera en que los sistemas esclavos consiguen enfilar a sus ciudadanos. Pero es mentira, y como todas las mentiras nos lleva a tremendos sufrimientos.

El día que la consciencia colectiva brille desde la mirada interior, desde la verdad, no necesitaremos agredir al otro. Aflorará la compasión. El afecto sincero a la diversidad.