José Luis Alvite

Belleza escalena

Belleza escalena
Belleza escalenalarazon

Me cuesta aceptar la belleza incontestable y sublime, los paisajes irreprochables, las mujeres que ni siquiera pierden atractivo acosadas por una deuda, afligidas por un dolor o despeinadas por el viento. He sentido siempre cierta propensión a ser admirador de la belleza malograda, devoto testigo del paisaje ubérrimo y frondoso en el instante en el que ha surgido un incendio y parece irremediable que lo arrase el fuego. Se trata del mismo enfermizo placer que me producen las familias señoriales venidas a menos, las reinas destronadas, los inmuebles atenazados por un álgebra de hiedra y abandono. En mis infantiles veraneos de Cambados esperaba siempre con ansia a que surgiese al atardecer el fuego en los montes del otro lado de la ría y permanecía pasmado mientras con la brisa se arbolaban las llamas y corría a contraluz por el lomo de la cordillera la leontina desquiciada del fuego. Me di cuenta entonces de que lo que corona y redondea a veces la belleza es la catástrofe que la destruye, igual que orea la artillería las tierras de labor durante la guerra, del mismo modo que mejoran no pocas novelas gracias al acierto de haber arrancado a tiempo algunas de sus páginas. Una tarde de verano me quedé mirando cómo se aseaba una mujer hermosa metida hasta las rodillas en el Umia. Sumergió la cabeza en el río y sacudió luego la melena como haría un perro para espantar del pelo el agua. Me vio y no dijo nada. Seguía siendo hermosa, pero tenía la cara desleída por el agua, los dientes apretados y el pelo caído en promiscuo rebaño sobre los hombros. Comprendí entonces que la suya era la belleza silvestre de una yeguada de pelo negro, la obscena belleza lavada y escalena de una mujer en cuyo rostro resplandecía una mezcla de serenidad, degradación y lujuria, como si en las cuclillas de su cara magreada hubiese hecho de vientre Dios.