Pedro Narváez

Bretón

Como a Hannibal Lecter, a Bretón se le reconoce un monstruo dentro de un cuerpo flaco que el propio Lecter desecharía por buen gusto. Habla con una voz aflautada de Hammelin que atrae a los niños hacia la guarida del mal. Su mirada se licua para que se escurra y no nos pese, perdida en el más allá de los infiernos, inmoviliza los gestos como si fueran prestados y los quisiera devolver sin estrenar y se presenta limpio, sin mancha en la ropa ni polvo en sus zapatos marrones de horma ancha que delata a un hombre que quiere escapar de sí mismo sin que los callos le perturben. Esto no es el retrato del asesino, que hay miles con sus atenuantes o sus agravantes, sino el de los ogros que intentaron acabar con Hansel y Gretel, el del hombre del saco, el lobo de Caperucita, la madrastra de Blancanieves, la mariuña que vive en los pozos ya fétidos de tanto cadáver tierno. Cuando escribo aún el veredicto no ha sido digerido. Como los replicantes de «Blade Runner», el jurado habrá visto cosas que no creeríamos –restos de huesecillos a las puertas de Tannhäusser– a pesar de que el horror acompaña a la historia del hombre desde el inicio como el chupete de un bebé. Si en la película todos esos momentos se perdían en el tiempo... como lágrimas en la lluvia, en nuestra realidad no puede haber llanto suficiente que calme su castigo si es culpable. La regla dice que no es bueno legislar en caliente. No puedo sentir más frío, así que mejor no ahorrarme que, si es cierto que José Bretón sintió el olor de la carne quemada de sus hijos, no deberíamos dejar que vea más luz que la de un fuego en el que crepite su conciencia. Algo así como el infierno. Por todos los niños que se asoman a los pozos y pierden la inocencia. El propio Bretón hace apuestas desde su celda sobre en qué cárcel acabarán sus huesos anticipando un futuro en el que todavía cree aunque lo vea negro. ¿Pero qué pasa si el jurado determina que es inocente?