María José Navarro

Cagancho

La Razón
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Para los muy taurinos, citar a Cagancho es recordar a Joaquín Rodríguez Ortega, un genio gitano que lo mismo lo bordaba que pegaba una espantá y que dejó su nombre para siempre ligado a Las Ventas, Almagro o Priego. No es ése mi Cagancho. El mío era un caballo. Porque a una, a la que en un tiempo le gustaron los toros y ahora está porque desaparezcan, sigue teniendo debilidad (entonces y hoy) por los caballos de rejoneo. Primero, porque me gusta la sensación de estar en contra del criterio de los muy taurinos, esa gente que desprecia el rejoneo y lo considera sólo un espectáculo para los de pueblo. Y después, porque me admira la valentía y el arrojo que tienen esos equinos en la plaza y al mismo tiempo la sumisión y la obediencia al que va encima. Así era Cagancho, el caballo más determinante de la moderna historia del rejoneo. No era el más guapo, ni el más afinado de físico, ni llegó a la finca de Hermoso de Mendoza con vitola de pedigrí de los caros. Costó poco, era tirando a gordito y llevaba calcetines blancos. Pero fue una revolución por su valor y su casta. Cagancho, que poseía todo el amor propio que le faltaba a aquel al que copió su nombre, vivía plácidamente sin ser montado por nadie, pero montando a lo mejorcito de su especie. Ha tenido una vida plena, brillante y feliz. Y así se ha ido. Se ha muerto de un ictus, ya sin fuerza para recordar aquella tarde en la que su dueño le quitó la montura y las riendas y le dejó galopar por la plaza de toros de México. Hermosa leyenda la de ese torero magnífico. Y gracias, Pablo, por compartirlo.