Reyes Monforte

Cartas de amor

La Razón
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Siempre me he preguntado qué hará el comprador de una carta de amor de una persona famosa,cuando llegue a su casa después de haber pagado por ella una millonada. Cuántas veces la leerá, si la tocará u olerá todas los días, si la enmarcará y la colgará en la pared, si la dejará sobre la mesilla de noche, si organizará jornadas de puertas abiertas para enseñársela a las amistades y si, después de dos semanas, el trozo de papel garabateado por Lady Di o Michael Jackson le parecerá un pedazo de celulosa, y poco más.

No alcanzo a entender cómo alguien puede pagar 40.000 dólares o tres millones de euros por un objeto que perteneció a un famoso sabiendo que la cosa en sí no lo vale. Hablan de fetichismo, mitomanía, fanatismo, pero cuesta comprenderlo. Y eso suponiendo que de verdad sea el original, que la chupa de cuero que una noche se puso James Dean para salir a cenar, el mechón de pelo de Elvis que le cortó un peluquero de Memphis, el diente de John Lennon que le extrajo el dentista, el cojín sobre el que se sentó Jackie Kennedy en la Casa Blanca o la radiografía de Marilyn Monroe no sean en realidad un engañabobos para que el portador del objeto se haga de oro.

Hace unos días, un amante de Lady Di intentó vender unas cartas de amor escritas por la otrora princesa de Gales. No sé quién me parece más mediocre, si el pretendido amante mostrando su vileza al vender un pedazo de sentimiento privado e íntimo de alguien que ni siquiera vive, o quien adquiere esa misiva movido por el morbo en busca de algo que no le corresponde saber ni ver. Ni siquiera es traición, es simplemente sucio. No me extraña que cada día se escriban menos cartas de amor. En ellas, las palabras nunca se las lleva el viento, sino el listo de turno que suele ser un completo imbécil.