Enrique López

Crimen y castigo

La Razón
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Hace unos días hemos asistido atónitos a un cruel, brutal y desalmado hecho en el que un individuo arroja a una niña por una ventana tras ser sorprendido por la madre de ésta intentando un abuso sexual. Hechos como éste, además de conmocionarnos, nos acercan tanto a la maldad que nos hacen dudar de la propia condición humana. Respetando la presunción de inocencia, se puede hacer una valoración objetiva de los hechos en sí mismos considerados, y al margen del caso concreto; éstos demuestran un maldad y perversión a veces confundibles con la enfermedad mental; pero la cuestión es que se debe tener claro que un ser perverso, avieso y despiadado, por mucho que nos repulse su comportamiento, y por mucho que consideremos excepcional su conducta, no tiene por qué ser calificado como un ser enfermo. Las personas bienintencionadas, la mayoría, no queremos aceptar que puede haber personas tan malvadas, y por ello siempre se piensa en la enfermedad mental para no tener que aceptar que la maldad es propia del ser humano, y hay una relación con la propia inteligencia. Aun así, para la mayor parte de la sociedad escapa totalmente a la comprensión el comportamiento de los extremadamente malos. En este punto surge desde una perspectiva sociológica el Derecho Penal como instrumento de control social a través del cual el Estado intenta encauzar los comportamientos individuales en la vida social procurando que los componentes del grupo asuman los modelos de conducta que encierran las normas. Esto lo hace mediante el procedimiento de intimidar con penas la realización de ciertos hechos intolerables, que son los delitos. En un caso de la naturaleza al que me he referido, le puede ser de aplicación la nueva pena de prisión permanente revisable si finalmente se considera asesinato la muerte del bebé, además de otras penas por los hechos que concurren. Este tipo de supuestos son los que refuerzan la necesidad de esta pena, y no tanto porque en sí misma evite, que también, hechos similares en el futuro, sino por su carácter simbólico de auténtico castigo, que hace que la sociedad lo pueda percibir así. En los conflictos más graves interviene el Derecho Penal para evitar que esos conflictos sociales se produzcan o se reproduzcan o que la solución del conflicto quede en manos de los particulares –justicia privada, venganza–, y éste es el sentido último que tiene el Derecho Penal. En este punto surgen corrientes doctrinales y profesionales del Derecho, especialmente en España, que denuestan esta pena, y le niegan eficacia en sí misma, considerándola erróneamente inconstitucional, y esencialmente, injusta. El simple hecho de que sea una pena que existe en la mayoría de los países de nuestro entorno europeo ya sirve para justificarla sin más, pero hechos tan execrables como el referido sirven para legitimar su existencia. Decía Miguel de Montaigne que «el que, estando enfadado, impone un castigo, no corrige, sino que se venga». Pues bien, la sociedad española no está enfadada, sólo ansiaba, como en casi toda Europa, la existencia de una pena ni mortal ni inhumana que actúe como símbolo de su renuncia al ejercicio de la justicia privada.