Martín Prieto

Distopías

La Razón
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Ante el «Grand Hotel» de Estocolmo, donde hospedan a los Nobel, cerré de un portazo la puerta del taxi ignorando que detrás estaba mi esposa con una mano en el quicio. Cosas de hombres. Ante una fractura abierta de falanges la recepción nos remitió al mejor hospital público donde la manca esperó más de tres horas sin ser vista por un facultativo ni recibir un analgésico mientras un enfermero acreditaba su extranjería y probaba electrónicamente sin pericia tarjetas de crédito hasta dar con fondos que sufragaran la urgencia traumatológica. Cosas del estado de bienestar sueco. Hay que viajar un poco antes de demonizar la sanidad pública española. Desde el postzapaterismo las izquierdas segmentadas, los «indignados», hijos del francés Stéphen Hessel, incluidos los del orfanato del PSOE, dan vueltas a la rueda del mantra de que España es un Estado fracasado, en la estela de México o incluso Sudán del Sur, donde miles de niños yacen en la desnutrición, se anuncia el impago de las pensiones, el sistema sanitario está en almoneda, encabezamos el feminicidio universal, la corrupción es exclusiva, se expatrian los jóvenes cocientes intelectuales, carecemos de identidad nacional y formamos una sociedad decadente y terminal que exige la salvadora demolición de todo el edificio. Viejísima distopía expendida por tartufos para que compremos una utopía amargamente fracasada allá donde se impuso. Resulta extraño que crezcan los turistas (pese al empeño de las alcaldesas de Madrid y Barcelona) que deben venir a contemplar el Apocalipsis. No sólo servimos para montar coches: informatizamos el control de aeropuertos londinenses, ampliamos el Canal de Panamá, vamos con el AVE de la ceca a la Meca, nos piden portaeronaves, fragatas, aviones de cabotaje y vendemos más tecnología de punta de lo que creemos, incluida la biomédica y la espacial. El español medio no es un gárrulo con boina sino el doctor Matesanz, más conocido fuera como coordinador de trasplantes. Australia le ofreció medios ilimitados para que hiciera lo mismo que en España, lo que declinó, siendo un científico discreto, ajeno al partidismo, la publicidad y los vanidosos negocios solidarios. Sin ruido nos ha llevado al pináculo mundial de la donación, no siendo más que paradigma de millones de españoles valiosos, desde el barrendero de mi calle al que le hace las chaquetas a Rufián. Hay que mejorar todo y apuntalar lo que se colapse, pero la distopía atronadora es la gran mentira de esta posverdad.