Enrique López

El caos del lodo

Decía Alexis de Tocqueville que «la libertad de prensa no sólo deja sentir su poder sobre las opiniones políticas, sino también sobre todas las opiniones de los hombres. No modifica solamente las leyes, sino también los hábitos... Amo lo suficiente la libertad de prensa como para poder decir de ella todo lo que pienso» («La Democracia en América»). La libertad de prensa es un pilar básico en una democracia, pero no es una taumaturgia en sí misma, de tal suerte que se puede llegar a formalizar su ejercicio hasta el punto de que sólo importe su ejercicio formal, al margen de la realidad. La libertad de prensa esta íntimamente unida a lo que se denomina opinión pública, concepto difuso y muy difícilmente reconocible. Se podría decir que opinión publica es una mera adicción o suma de las voluntades individuales, pero esto no es así, puesto que la opinión pública no se conforma mediante constantes refrendos de análisis y pensamientos más o menos razonados, pero expuestos en público. La opinión pública no es una especie de voluntad general, puesto que en su conformación influyen factores que superan la mera adicción de las voluntades individuales, es más, muchas veces la opinión pública no se corresponde para nada con la opinión previa general. Hoy en día se distingue además entre opinión pública y opinión publicada, de tal modo que siendo diferentes, la primera está totalmente conformada por la irreflexiva adhesión a la segunda. Nos encontramos con países donde los medios de comunicación fabrican una determinada opinión con el fin de suplantar a la voluntad general, subordinando la acción política al dictado de sus intereses. Esto hace que hoy en día podamos estar no ante una sociedad del conocimiento y la cultura, que no son lo mismo, sino ante la sociedad del espectáculo, tal cual refiere Vargas Llosa en su magnífica obra «La sociedad del espectáculo». Con ello se consigue que cada vez más se sustituya la información, incluso la opinión, por el escándalo, y hace que se persiga más la conmoción ciudadana que su información. Nos encontramos ante la información convertida en escándalo, y no solo en la política, sino en todos los órdenes, económico, social, deportivo; es como si pareciera que las técnicas de la prensa del corazón hubieran colonizado todo el periodismo, hasta el punto que asistimos a programas donde se habla de la última relación sentimental de un determinado personaje y, entre medias, se trata el caso político o judicial del momento. Esto provoca que se hable de políticos y no de política, de jueces y no de justicia, de futbolistas y no de fútbol, etc.. Esto en sí mismo no es malo, al contrario, sería oportuno si se separara al conducta personal de la institución de que trate, y de la que se informa se intente fortalecer la institución. Decía Oscar Wilde que ningún crimen es vulgar, pero la vulgaridad es un crimen, y muchos sin haberlo leído lo siguen a rajatabla, puesto que se desprecia lo cotidiano y se focaliza en lo histriónico. Pero el riesgo real se encuentra en los oscuros intereses que a veces están detrás de determinados medios o de sus líneas editoriales, intereses que superan lo que es el normal ejercicio del derecho a la libertad de prensa y se convierten en medios que ejercen auténtica presión política al servicio de objetivos nada transparentes y no conocidos. En una situación como la actual, la libertad de prensa es básica, pero su normal, leal y libre ejercicio está muy lejano al abuso en la manipulación de la opinión pública. Cada vez las democracias modernas están mas influidas por los medios de comunicación, y esto es ideal cuando están al servicio de la objetividad. El prestigio de las instituciones no sólo depende del ejercicio que se haga de las mismas, sino de la percepción de la ciudadanía de aquél. En esta línea se debe hacer un esfuerzo por separar la institución de sus inquilinos, y así criticar a éstos, salvando a las primeras, porque son esenciales para evitar el caos. Hoy en día, aparecen de vez en cuando personajes que se mueven a la perfección en situaciones caóticas, y muchas veces buscan y generan el caos para ganar ventaja. En el mundo del fútbol se distingue con claridad el jugador que se mueve mejor en el campo embarrado del que prefiere el campo en perfectas condiciones. Algunos buscan el barro y si no lo encuentran, lo generan, para así tratar de anular al adversario. El problema es que a veces ni tan siquiera se posicionan los contendientes como adversarios, sino que buscan la confusión incluso de equipos. Tenemos que luchar por el prestigio de las instituciones y apostar por el orden establecido, manteniendo el campo de juego en perfectas condiciones, para contrarrestar a este tipo de jugadores.