Luis Alejandre

El gesto del sargento Vickers

Gesto impasible, mirada serena, mano abierta. Así recibía el sargento en Armas Kevin Vickers a su primer ministro Stephen Harper en la entrada del edificio de la Cámara de los Comunes de Ottawa. Ni un asomo de heroicidad, ni una mínima gloria en el gesto de la persona que había librado a los legítimos representantes del pueblo de Canadá, de la pesadilla de un fanático que disparaba indiscriminadamente por sus pasillos.

Señala la prensa del día 24 de este mes, un día después de ocurrido el grave incidente, que «no dudó» al oír los disparos. Entró en su despacho, tomó su pistola reglamentaria y buscó al terrorista a pecho descubierto, sin aguardar la llegada de fuerzas especiales. No sabía que aquel fanático acababa de asesinar a un soldado –Nathan Cirillo– de guardia frente al monumento en el que los canadienses recuerdan a sus hijos muertos en las Guerras Mundiales y en otros conflictos como el de Corea, el Memorial Nacional de la Guerra, al que llaman sencillamente «el responso». Pero su instinto le decía –tras el atropello de dos soldados con resultado de muerte de uno de ellos, ocurrido el lunes 20 en Quebec– que el yihadismo podía dejar su tétrica huella en una sociedad como la canadiense, abierta, confiada, que ha arropado generosa desde hace años a gentes procedentes de muy diferentes países, religiones y culturas. Sabía que podía tener consecuencias la decidida voluntad de Canadá de formar parte de la coalición que luchará contra el yihadismo fanático en Irak. Sabía que en aquellos días Malala Yousazfai, ganadora del Premio Nobel de la Paz que se enfrentó a los talibanes de Pakistan, recibiría la nacionalidad canadiense.

Presidió el gesto de Vickers su sentido de la responsabilidad, su concepto del deber por encima del de su propia protección. Está allí, para proteger el libre ejercicio de unos parlamentarios, que deben sentirse seguros, confiados, al representar la soberanía nacional. Canadá dice haber encontrado a un héroe. El aludido dice que él se debe a Canadá. Así de sencilla es la grandeza del ser humano cuando hace de los valores, acción y objetivo de vida, cuando defiende generoso –precisamente– la vida de otros. Asumió el riesgo sin que por su cabeza asomase siquiera el miedo. Era su deber y responsabilidad. Punto.

Creo conocer la «madera» con que está hecho el sargento Vickers. He coincidido con contingentes militares canadienses en varios países y en situaciones muy complejas. Unen a su legítimo orgullo de sentirse miembros de un país democrático, moderno, abierto, generoso, de mentes amplias como su propio territorio, valores de servicio, de esfuerzo, de responsabilidad, como los que ahora han aflorado en el gesto del sargento Vickers.

Por supuesto, sé que hay héroes de este calibre en España. Y no hace falta que estén sirviendo en Mali o en la República Centroafricana,donde acampan hoy dos centenares de soldados españoles. El último oficial herido en Bangui puso una sola condición al ser evacuado al hospital Gómez Ulla de Madrid, el Central de las Fuerzas Armadas: «En cuanto me reponga, júrenme que regreso».

En los primeros e inciertos días de aparición del ébola en Madrid, pude leer unas declaraciones del jefe del Laboratorio de Virología del Hospital de Son Espases de Palma de Mallorca. Decía con decisión: «Está claro que lo tengo que hacer yo –refiriéndose a pruebas– y estoy dispuesto a asumir el riesgo; no quiere decir que los otros especialistas deban quedar al margen; pero la iniciativa, responsabilidad y el riesgo deben ser míos». Se llama Jordi Reina y no creo que nadie le dedique una portada de un periódico ni un segundo de los múltiples servicios informativos. No son noticia estos héroes casi anónimos. Para serlo hay que aparecer crítico, violento, amenazante, indocumentado, cretino, necio. ¡Esto vende! Vende que un insensato que solo ha pasado raspada la enseñanza básica, opine sobre médicos que se han formado durante décadas. Pero, en mi opinión, Jordi Reina es uno de los cientos de héroes que viven entre nosotros. Por supuesto, hablo de madres y abuelos que tiran de muchas familias obrando el milagro del día a día con dignidad y ejemplo; hablo de las personas que cuidan discapacitados; de las asociaciones que integran y animan a enfermos de cáncer o de enfermedades raras; de bancos de alimentos y comedores sociales; de empresarios que con tal de mantener los puestos de trabajo de sus empleados, hipotecan su propia casa; de misioneros, servidores de agencias de NN UU o miembros de ONG que dejan todo para acudir a lugares de riesgo como campos de refugiados, hospitales de campaña o simplemente cárceles del tercer mundo.

En este mundo en el que parece que solo afloran cretinos y corruptos, el gesto de Vickers nos da un necesario rayo de luz. ¡Gracias, mi sargento!