Enrique López

El molinero de Barcelona

La Razón
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Como decía Loewenstein: «La independencia de los jueces en el ejercicio de las funciones que le hayan sido asignadas, y su libertad frente a todo tipo de poder, constituye la piedra final en el edificio del Estado democrático constitucional de derecho». Nuestro Tribunal Constitucional lo ha repetido hasta la saciedad, por ejemplo en la sentencia nº 108/1986 afirmaba algo parecido: «Constituye una pieza esencial de nuestro ordenamiento como del de todo Estado de Derecho; y la misma Constitución lo pone gráficamente de relieve al hablar expresamente del Poder Judicial, mientras que tal calificativo no aparece al tratar de los demás poderes tradicionales del Estado, como son el legislativo y el ejecutivo». Todo el mundo en el ámbito político lo repite constantemente, y por qué será que a veces parece que algunos no se lo creen de verdad, y que como en el fútbol, caen en un forofismo incompatible con el ejercicio de la responsabilidad política. Los recientes acontecimientos vividos en Barcelona frente a la sede del Tribunal Superior provocan que tengamos que frotarnos los ojos y confirmar que estamos en la España del siglo XXI. Ahora bien, estas acciones tan desorbitadas, profundamente desacertadas y esencialmente antidemocráticas, no constituyen algo nuevo en nuestro reciente pasado; hemos vivido experiencias similares, aunque no con la trascendencia y gravedad que encierran estas últimas; recordemos por ejemplo, la declaración del Sr. Atutxa ante el Tribunal Superior del País Vasco en 2003, a la cual acudió rodeado de más de doscientas personas, con una nutrida representación de cargos políticos. Precisamente, la idea de la independencia del Poder Judicial nace con el concepto mismo del Poder Judicial y aparece como antítesis del poder absolutista en el antiguo régimen, y se incorpora al constitucionalismo liberal como un elemento fundamental en la vida democrática de todo Estado de Derecho. Se trataba de que los jueces estén sometidos a la ley de forma exclusiva para no estar bajo los dictados y presión del Poder Ejecutivo, y como decía Dieter Simon: «Entre todas las instituciones de nuestra vida jurídica, la idea del Estado de Derecho celebra su máximo triunfo en la independencia de la decisión del juez». Pero es que en este caso, no solo se trata de exhibir poder perturbador –a través de la turba– frente a los jueces, sino y además, negar toda legitimidad a la actuación del Poder Judicial, hasta el punto de advertir de que hagan lo que hagan no se va a cumplir, incardinándolo en el proceso separatista impulsado entre otros, por el propio responsable político que acude a la llamada del Tribunal, como consecuencia de ser objeto de una imputación por la posible comisión de una serie de delitos. Pero, a pesar del despliegue de cargos a modo de pasacalles frente al palacio de justicia, de la exaltación de poder político utilizando vías de hecho, de la utilización del propio palacio de justicia para adelantar una nueva desobediencia, siempre nos quedará la Ley y, como decía el Molinero de Berlín, hay jueces en Barcelona. Que no le quepa a nadie duda de que a juez alguno le temblará el pulso en la aplicación de la Ley.