Fernando de Haro

Enarenar

L os manifestantes que el sábado intentaron rodear el Congreso, que parece que le han cogido gusto, seguramente no han leído a Azorín. La barricada, al menos la postmoderna, se compadece poco con las letras. El que fuera gran cronista contaba a principios del siglo pasado cómo las fuerzas de orden, si estimaban que en los aledaños iba a producirse jarana, mayormente política, cubrían los adoquines de la carrera de San Jerónimo con arena. Para que los cascos de los caballos del Ejército no resbalaran. A aquello se le llamaba «enarenar». Luego llegaban las cargas y los sables se desnudaban o se quedaban en púdico resguardo.

Las detenciones y los altercados se han producido después de que los que reivindicaban tutela de sus derechos la emprendieran contra los coches de Policía, que ya se sabe que para eso están. Con esa falta de formas pierden cualquier argumento y la discusión es seria: ¿es lícito enarenar a comienzos del siglo XXI? En todas las democracias de nuestro entorno hay una regulación sobre la protección de las que se llaman «zonas de paz». En Berlín, las manifestaciones ante el Bundestag tienen que estar autorizadas por el Ministerio del Interior. En Reino Unido la decisión es también policial. En Bélgica, están prohibidas. No hay que rasgarse las vestiduras y conviene entrar a fondo en el debate. En realidad, lo que hace divertida la democracia son precisamente los límites entre diferentes derechos.

El proyecto de ley de seguridad ciudadana, que ha causado la protesta, extiende la exigencia de comunicar previamente una manifestación ante el Congreso aunque esté vacío, comunicación prevista en la ley del 83 para aquellas concentraciones en un lugar de tránsito público. Que se discuta si es un disparate no ya enarenar, sino ponerle una multa de 30.000 euros al que se salte el anuncio, pero con palabras, no con piedras. Como haría el maestro Azorín.