Julián Redondo

Inmaduro

La Razón
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En la final de la Copa Confederaciones de Maracaná, en 2013 –principio del fin del reinado español en el universo futbolístico–, Neymar dejó impronta y, como Brasil, huella en tobillos, espinillas y aledaños. Atizó de lo lindo y sin contemplaciones con el beneplácito del equipo arbitral, lo cual presagiaba una labor descarada de los trencillas a favor de los anfitriones un año después en su Mundial... Colegiados al margen, fue Alemania, a la postre campeona, la que con un soplo huracanado que duró 30 minutos (5-0) de una belleza sublime derribó los palos del sombrajo que sujetaban la ilusión de millones de brasileños y arruinó la teoría de la conspiración de Scolari, que debió ver antes que nadie flaquear a su selección al aludir a un complot de la FIFA para alejarla de la final. El 7-1 fue tan cruel como elocuente, anticipo de un porvenir que siembra dudas sobre el caudal balompédico de una potencia en la especialidad como Brasil y, naturalmente, en su equipo nacional, tan vulgar e inoperante como desgraciado, al perder a Neymar, el único jugador capaz de sostenerlo, para el próximo encuentro... de momento.

La curiosidad mató al gato y la impotencia que una derrota genera entre quien se cree el más guay de la reunión dejó a «Ney» en evidencia, y no es la primera vez que el pinturero se queda colgando de la brocha. Su inmadurez es tan obvia como el resplandor que desprende en los partidos. Es un genio, un futbolista monumental, y un niñato. No sabe perder, como frente a Colombia, ni ganar, como en la final copera ante el Athletic, y no es disculpa que los contrarios le zurran. Messi también recibe lo suyo y más; pero no da el cante como este crack que no pasaría inadvertido ni en la fiesta del orgullo gay. Neymar es una delicia para paladares exquisitos y un escándalo en sí mismo.