José Jiménez Lozano

Interiorismo

En una revista para gente de mundo y de «cierta renta», aparece este titular de «Interiorismo», a la cabeza de las líneas que resumen el artículo y las fotografías diciendo: «La vida interior de la entrevistada con una de las carreras más sólidas del mundo de la moda, sin perder la pasión por el trabajo, el fútbol y su país. ¿Su clave? Los libros espirituales».

Pero es lástima que no se nos den más datos sobre esa vida interior ni sobre los libros espirituales con tanta incidencia en tan exitosas carreras a las que se alude, porque nos parece raro, por ejemplo, que la «Imitación de Cristo» dé recetas para un éxito mundano; o que las élites sociales propaguen, además, libros espirituales entre las masas.

John Carey en su libro «Los intelectuales y las masas» en torno a la lucha del XIX y del XX de aquellos contra éstas, a las que sencillamente despreciaban, escribe por ejemplo: «Los intelectuales dieron vida a la teoría de la vanguardia como un elemento de la reacción hostil contra los valores de las masas. Según ella, la masa está siempre equivocada en arte y literatura. Lo auténticamente meritorio en sentido artístico se considera prerrogativa de una minoría, los intelectuales, y se calcula que la importancia de esta minoría es directamente proporcional a su capacidad para escandalizar y desconcertar a la masa. En consecuencia, aunque la vanguardia suele dárselas de progresista es siempre reaccionaria. Es decir, procura mantener lejos de las masas el conocimiento literario y la cultura, contrarrestando así las intenciones progresistas de la reforma educativa democrática».

Pero las cosas son bastante más complejas que todo esto. Y debemos comenzar por olvidar el sentido político de estas divisiones de los progresistas y los reaccionarios para poder entender algo. El libro de John Carey se inicia con la historia de la minoría intelectual y cultivada que odia a la gente del común hasta confesar que no entiende la razón de sus vidas y que debería morir. Y esto se da entre los más ilustres nombres desde Nietzsche en adelante. Y en el desprecio o hasta el miedo a ese vulgo podemos nombrar, aunque no nos guste, a Virginia Woolf y a Thomas Hardy. Aunque el autor del libro quiere salvar al «Ulyses» de Joyce, porque es la vida de un hombre de la calle, pero habría mucho que hablar sobre la nula valoración intelectual que hace de él Virgina Woolf.

A mí me da igual esta discusión, pero me parece que hay que decir unas cuantas cosas. La primera por ejemplo es que todo hombre de cultura verdadera lo que quiere es extenderla; no desea en modo alguno poner una muralla a sus saberes o sentido de la belleza, sino que sean ofrecidos y entregados a todos, porque es lo que se ha recibido del legado de los siglos y hacer al que no sabe igual al que sabe, o como, refiriéndose a la educación, formulaba muy bien don Gumersindo de Azcárate, diciendo: «No cortar las levitas sino alargar las chaquetas».

John Carey se hace eco de la teoría de Ortega según la cual el arte moderno se alza contra las masas, y también entierra el arte antiguo –el arte llamado religioso desde luego, pero también el civil–, y los vanguardistas dijeron que todo esto era un arte obsceno y que la belleza es algo que han inventado el Renacimiento o la burguesía; y esta necedad o barbarie se repite ahora porque, como decía Bernard Shaw, todo cambia menos la vanguardia.

En cualquier caso, hay algo en todo este asunto que es un espanto y esto es ese odio que sintieron ciertas élites intelectuales hacia el hombre corriente hasta desear su exterminio, que luego se cumplió, en los dos grandes totalitarismos, basados en los movimientos de masas precisamente, en la demagogia política y en la deificación del Estado. Élites y masas pasaron a la trituradora humana, y así se desveló la gran mentira, pero mejor hubiera sido haber sido conscientes de ella mucho antes.