Rosetta Forner

No tengo edad

La Razón
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«No tengo edad para casarme, ni mi cuerpo está aún formado del todo para tener hijos, ni mi psique ha madurado lo suficiente como para asumir las responsabilidades de la vida adulta. No encierres mi alma ni me impidas obtener mis hermosas alas de luz. Tiempo tendré de aprender a amar. Ahora sólo quiero que me amen, me cuiden, me enseñen a ser el día de mañana una adulta que merezca la pena...». Si yo fuese niña y me quisieran casar a la fuerza, esto sería lo que escribiría como alegato. La infancia es un lugar donde los sueños se forjan, donde el alma expande las alas y el amor alimenta el corazón. Nuestras estructuras psicológicas aún no están maduras. Al civilizarnos, aprendimos que existe un tiempo humano llamado infancia que debemos respetar porque actúa como una suerte de pasaje entre el lugar del alma y la vida humana aquí en la Tierra. A todos los niños se les debería dar la oportunidad de desplegar sus alas, esto es, completar su proceso de individualización.

De niños creemos en las hadas puesto que podemos ver lo invisible, y los cuentos nos gustan tanto porque hablan el lenguaje del alma (véase el trabajo de los psicoanalistas Clarissa Pinkola Estés, Bruno Bettheleim o Rudolf Steiner...). Casar a una niña es algo así como ponerla en manos de una bruja. Destruida su psique no le queda sino malvivir el resto de su vida. ¿Cómo no va a ser traumático el entrar sin transición en la vida adulta sin haber vivido la infancia? Las mariposas no nacen tal cual. Primero son un gusano que hace un capullo en el cual se envuelve y se metamorfosea. Cuando está completado el proceso, se abre el capullo y aparece la mariposa con sus bellas alas. Así sucede con un ser humano: no podemos pasar de niño a adulto sin una transición psicológica (proceso cognitivo). La infancia es la varita mágica que nos permite obtener nuestras alas.