Luis Alejandre

Nuestros hermanos del aire

Con un denso y espaciado programa, nuestros hermanos del Aire celebran sus 75 años de existencia como Ejército. La Aviación Militar ronda el centenar, cuando aquellos legendarios oficiales del Arma de Ingenieros –Vives, Kindelán– se lanzaron a la aventura de desafiar y dominar el aire. La Guerra de Marruecos había puesto a prueba su valor. Los trágicos comienzos de nuestra Guerra Civil se llevaron toda la experiencia y materiales concentrados en Guadalajara. Todo tuvo que recomponerse en los dos bandos con la innegable participación de países comprometidos, que veían en la aviación un arma esencial para la guerra moderna. Francia y Rusia apoyaron resueltamente a la República; Alemania e Italia al Ejército del General Franco. Sobre nuestro suelo se experimentaron tácticas y técnicas de vuelo, pero sobre todo se pusieron a prueba en ambos bandos las muy características condiciones de unos pilotos: valor, sentido del riesgo, decisión. Todo unido a la necesidad de sentir –saborear incluso– cierto vértigo, el que enfrenta al hombre con la gravedad.

Creo conocerles bien. Por familia, un tío político mandaba la base de Son San Juan en Palma, acabada la Guerra Civil. Dos de sus hijos ingresaron muy jóvenes en la Academia de San Javier. Desde la diferencia de edad, yo les miraba con envidia. El primero acabó en Iberia como muchos de sus compañeros de aquellas promociones; el segundo nos sorprendió un día cambiando los «Sabre» de la base de Morón, por el servicio como sacerdote en una modesta parroquia granadina, donde aún ejerce hoy –feliz– su ministerio.

Me reencontré con el Ejército del Aire en 1963, recién salido de la Academia, destinado en la Primera Bandera Paracaidista del Ejército de Tierra. Acuartelada entonces en Alcalá de Henares, vivía próxima a una muy bien preparada también Bandera del Ejército del Aire, inmediata a la Base Aérea hoy desaparecida. Las relaciones entre ambas unidades eran excelentes. No por casualidad sus fundadores –Salas, Pallás... – se habían formado juntos en Argentina.

Todos obtuvimos el título en la Escuela Militar de Paracaidismo de Alcantarilla. A ella regresaríamos frecuentemente para mejorar técnicas de salto y manejo de paracaídas. De allí nació una especial relación con Murcia, de la que nacería pronto la Tercera Bandera Paracaidista, la «Ortiz de Zárate» en homenaje al heroico teniente que encontró la muerte en Ifni. Volábamos en Junkers JU-52, saltando con unos equipos –chichonera, cubrebuzo, rodillera, cuchillo– que hacen sonreír hoy a los jóvenes que se integran en este fascinante mundo del paracaidismo.

Pero en Alcalá de Henares ya volábamos en Douglas DC.3, con cierta nostalgia siempre de aquel Junker que «paraba motores» –una canción de cuartel recogía esta circunstancia–, planeaba y casi nos permitía saltar en silencio. El DC.3 nos parecía demasiado rápido. Ambos, con salidas laterales, fueron pronto sustituidos por los de puerta trasera, inicialmente unos apreciados Caribous canadienses. No obstante, en aquellos relevos de Banderas del Ejército que rotaban por Las Palmas y por El Aaiún , seguíamos utilizando los Junkers basados en Gando y en el Sahara, y de vez en cuando con DC.3 destacados de su base de Albacete.

La convivencia de entonces era más que de hermanos. Los pilotos comprendían nuestro sentido del riesgo; nosotros sabíamos que volaban en condiciones no fáciles y nunca se quejaban. Si en El Aaiún había que saltar al amanecer porque los vientos aparecían temprano, se levantaban de madrugada como nosotros. Vivimos juntos frecuentes y graves accidentes, porque entonces ni los aviones tenían los índices de seguridad que tienen hoy, ni los paracaídas eran los mismos: en Alcantarilla rozaron y se estrellaron dos Junkers de una formación; en Fuerteventura el viento y el terreno volcánico provocaron un gran número de bajas en una Compañía; en Maspalomas se nos fueron cinco hombres al mar... ¡Hablamos de años compartiendo día a día nuestra vida con ellos! Por supuesto las técnicas habían evolucionado. En Pau (Francia) aprendimos de los paracaidistas de Argel y conocimos el Transall; en Wiesbaden (Alemania) a los americanos, y nos soltamos con el Hércules C.130 que pronto ya conoceríamos en España. Luego llegarían las series de los CASA y mejoraríamos sustancialmente las características de los paracaídas.

Los años se han encargado después de reencontrarlos en múltiples escenarios: Mostar, Dubrovnik, Kabul, Herat, Bagdad, Basora, Manás, la Managua del Mitch... El Grupo 45 –Torrejón– ha sido el principal protagonista –el buen Ministro Eduardo Serra se acordará de un aterrizaje en Mostar, todo niebla, todo nieve– pero también hemos utilizado a tope los «todoterreno» Hércules, hoy basados en Zaragoza, o los Casa de Getafe.

Pero las características de los hombres que forman hoy el Ejército del Aire no han cambiado. Llevan a Vives, a Kindelán, a González Gallarza, a Ramon Franco, en sus genes. Alcanzan el cielo como un sueño; les gusta vernos desde arriba como si fuesen dioses, cuando saben que no lo son, vulnerables a la meteorología, a sus propias limitaciones, a los materiales. ¡Cuántas bajas por accidente! Pero esto les hace grandes.

¡Felicidades, hermanos del Ejército del Aire!