Feria de San Fermín

Nunca iré a San Fermín

La Razón
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No iré nunca a San Fermín. Never. O sea nunca. Ni aunque me lo pidiera de rodillas el mismísimo Ernest Hemingway. Y no porque le tenga especial miedo a los cuernos, que también, sino porque me provoca pánico el vino con el que se empapa la multitud en las calles abarrotadas. El mismo que parece justificar cualquier cosa. Hasta los toqueteos de tetas. Incluso las agresiones sexuales de cada año. La última, al parecer, de cinco contra una. Y de entre esos cinco, por confirmar, un guardia civil. «Daños colaterales de la mejor fiesta del mundo», me dice un tío, y se queda tan pancho. No machote, no. Los daños colaterales son los pises y las trompas y, si me apuras, los golpes de asta y hasta la muerte por ella. Quien se arriesga, ya se sabe... Lo de los abusos es algo más. Una vergüenza nacional. Para quienes aman San Fermín y para quienes lo detestan como yo, desde la distancia.

No culpo sólo a los hombres enfervorecidos de meterle mano a las tías. También las que se levantan la camiseta parecen buscar el sobeteo; pero más allá de esa gracia, que no es ninguna, está el delito, concreto, de la violencia sexual. Hasta un asesinato hubo en 2008, que yo recuerde. La causas, siempre las mismas: el alcohol, la muchedumbre... Y eso pese a la llamada al «ligoteo sano» como conjuro contra las agresiones, por parte del Ayuntamiento de Pamplona y la condena unánime de instituciones, peñas y ciudadanos a la de este año, a esa chica de 19 primaveras. No iré nunca a San Fermín. Que gocen otros de esa fiesta. Yo me la pierdo.