Luis Alejandre

Optimismo

Dice un proverbio árabe que «el optimismo viene de Dios y el pesimismo ha nacido en el cerebro del hombre». Decido reflexionar sobre el optimismo por consejo de un lector amigo que me pide no seguir luchando contra lo que Fernando García de Cortázar llama «el invierno moral de nuestro descontento». Obvio hablar de la indigna violencia de quienes pregonan su derecho a la dignidad; no quiero entrar en valoracion de decisiones judiciales ni de las posibles rentas políticas que pueden obtener algunos grupos por la difícil solución que tiene la presión que ejercen miles de emigrantes sobre las fronteras europeas de Ceuta y Melilla. Incluso me niego a comentar el indecente que hace en una red social un empresario catalán que comentando la desaparición de cuatro de nuestros hermanos del Ejército del Aire en las profundas entrañas del Atlántico canario, lo interpreta en clave nacionalista escribiendo: «Cuatro pistoleros menos contra nuestra independencia». Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y , además, no quiere cambiar de tema. ¡A esto hemos llegado!

Inyectar optimismo a nuestra sociedad, se me pide. Y desde luego no faltan motivos. Basta ver la foto del hijo del periodista Javier Espinosa secuestrado desde hace meses en Siria por cumplir con su obligación de testigo en primera línea, lanzándose a sus brazos recién llegado a la Base Aérea de Torrejón. A la alegría del reencuentro, a la confiada apertura de brazos entre ambos, se une el saber que hay gentes que han asumido, han mediado, han tomado decisiones delicadas, incluso que han arriesgado. Tranquiliza saber que el Estado tiene instrumentos alertados y eficientes. Reconforta saber que –aun anónimos– quedan héroes. Un optimista ve una oportunidad ante un problema; un pesimista un problema ante toda oportunidad.

Y cuando vamos comprobando que no somos tan cafres como nos valoramos, vemos cómo nuestros hermanos franceses, estos europeos cercanos geográficamente que siempre nos han mirado por encima del hombro, eligen a un primer ministro nacido en Barcelona y a una alcaldesa de París, nada menos que de San Fernando, muy cerca del Trocadero y del Cádiz donde se resistió a Napoleón, donde se gestó y promulgó una Constitución que constituía nuestro primer moderno grito de libertad. Del Cádiz que nos cantaba un irrepetible Carlos Cano que era como La Habana, pero con más salero. Yo no sé si por edad tuvo la suerte Anne Hidalgo de escuchar a Carlos en el Olympia aquello de «Madame,¿ voulez- vous dancer este bolero embriagador, bajo las noches de París, encogiidito el corazón?». Y se contestaba: «A sus pies un caballero, sincero, que viene de tierra extraña, de España, soñador de profesión, amante, católico y sentimental».

¡Tan malos genes no debemos llevar a bordo! Admito que alguien me diga: «Pero sus padres tuvieron que emigrar y quien les ha reconocido y valorado no ha sido precisamente nuestra sociedad». Sí y no. Lo de profeta en propia tierra sigue siendo un estigma, porque la envidia forma parte sustancial de nuestro ser como pueblo.

No obstante, admitido a trámite lo anterior, también constatamos que nuestros ingenieros y nuestras empresas han conseguido un merecido prestigio internacional, aunque la media botella vacía nos la comunique un reciente informe PISA, en el que profesores y alumnos actuales no salen precisamente bien parados. ¡Y todos sabemos cómo reaccionan algunos cuando se les invita al cambio o cuando menos a la reconsideración de los planes de estudio!

Y tenemos buenas individualidades y excelentes equipos en temas médicos y en prácticas deportivas. Es más, se distinguen nuestros seleccionadores con lo que entraña de estudio, conjunción, labor de conjunto, disciplina, orden, ilusión, fe, confianza. ¡No es poco! Y sabemos ser solidarios; y en trasplantes de órganos somos ejemplo.¡Tantas y tantas cosas positivas!

¿De dónde arranca entonces este pesimismo? Hay más que razones, no lo dudo. Una crisis económica no atajada a tiempo ha estado sazonada por una falta grave de ejemplaridad de ciertas castas políticas, económicas y sindicales. El fallo reside en que vivimos una época en la que los hombres no quieren ser útiles, sino importantes. Lance usted la palabra patriotismo con todo lo que conlleva de servicio a los demás, de sacrificio por el bien común y verá como es tildado en redes sociales y medios de comunicación. Ya nos lo decía Chesterton: «He llegado a la conclusión de que un optimista piensa bien de todo, excepto del pesimista; y que éste, piensa mal de todo excepto de sí mismo». ¡Aquí esta la clave! No hace falta que nos remontemos a la literatura clásica del Siglo de Oro ni el pensamiento de las generaciones del 98 o del 27, ya contaminadas de un pesimismo histórico. Hoy, el egoísmo domina nuestras vidas. ¡Sólo la fuerza del optimismo como oportunidad ante los problemas, como necesidad de ser útil a los demás, nos puede redimir! ¡Nos debe redimir!