Pedro Narváez

Que estudien otros

El expediente académico del que esto firma es tan corriente que serviría de papel de estraza en el mostrador de una tienda de ultramarinos. Tan normal para el canon de entonces que hasta había algún sobresaliente en Literatura o Historia, que es mérito para una memoria de pez, y un diploma en redacción del que mejor no presumir. Como si Nadal ganase en Wimbledon. No todos podemos alardear como Posada de poseer un cerebro digno de donar a la ciencia. ¿Qué no haría el doctor Frankenstein hoy con las cabezas de sus señorías, que sólo alcanzan a desear mal fario, más que crear un monstruo analfabeto? No es tiempo de cadáveres exquistos. Ocurre que los debates inaplazables como el de las becas se convierten en brutas polémicas y «all the rest» es ruin y patético. Se ha impuesto la máxima de que todos tenemos derecho, pero para obligaciones ya están las del Tesoro, que nos sacan del apuro. Resulta peligroso que estemos peleándonos por un 6,5 mientras se destinan partidas para los comedores escolares porque hay niños que tienen hambre sin que los devore el «The New York Times». Y así, los universitarios comen de la sopa boba y engordan su ignorancia a la vez que flaquea la ayuda a la dependencia. La universidad se convierte en un campus de mediocridad donde el talento es una María y el ministro de Educación, el hombre del saco. O sea, los héroes son villanos. Como en las películas de Scorsese, la mafia educativa le acabará dando una pala a Wert para que cabe su propia fosa después de arrancarle la lengua. La universidad debería ser una fábrica de talentos pero se convierte en el remedo de «Fuga de cerebros», en la que el más listo no sabe ponerse un jersey del derecho porque no conoce el revés. España se ha contagiado del síndrome del cinco «pelao» y no sólo no saltan las alarmas sino que se celebra con recochineo el estudio de la pocilga como germen de la revolución del tonto del pueblo.