Irene Villa

Raíces

La Razón
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La Semana Santa es un paréntesis muy especial. Admiro cómo celebra España esta maravillosa y mágica tradición, cómo se representan en tantos rincones de todo el país los hechos que conmemoramos, nuestras raíces. Pero sobre todo me cautiva cómo se apasionan los que forman parte de las procesiones, los pasos... incluso los miles y miles de espectadores que esperan horas para no perder detalle. También admiro la fe que se respira, porque es la verdadera artífice, junto a la perseverancia, de todo lo bueno que nos ofrece la vida. Hay quien emplea estos días para ver las maravillosas procesiones y admirar los tradicionales pasos que salen cada año en tantos puntos de España, llevados a hombros e iluminados con antorchas y con el brillo de los ojos de los que acompañan y admiran las escenas de la pasión de Cristo. También hay quien aprovecha este pequeño descanso para viajar. Llegados a este punto del año son vitales unos días de descanso que nos ayuden tanto a deleitarnos como a desconectar. En cualquiera de las opciones a elegir, lo importante es potenciar esos profundos valores que nos hacen vivir con mayor felicidad. Es tiempo de incrementar nuestra espiritualidad. Y es que, se sea o no religioso o creyente, somos seres espirituales que también hemos de alimentar nuestro espíritu. El motor principal es nuestra fuerza voluntad, para que sepamos que somos capaces de lo que nos propongamos. También podremos llenar esta importante parcela de nuestra vida con actitudes generosas, humanitarias, compasivas... Los valores morales, nuestras raíces, son esenciales. Pese a las transformaciones de la sociedad, las modas, las crisis... los valores deben mantenerse y pasar de generación en generación. Su olvido en las aulas y en las familias explica muchos de los problemas actuales como la competitividad, la soberbia, la desidia, la mediocridad... Sobrevivir a toda costa conlleva contravalores como el egoísmo, el ansia de poder o la envidia, que aniquilan nuestra solidaridad, lealtad y libertad... Y es que nuestras raíces, al fin y al cabo, son nuestras alas.