Pedro Narváez

Resucitar a Franco

La Razón
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Si la izquierda mirara al final de la curva como hacen los moteros, igual tendría alguna posibilidad de reinventarse, daría con la perspectiva de una arquitectura nueva en la que pudiéramos vivir sin que la hiel nos amargue esta existencia breve de vómitos desarrapados e inmigrantes muertos a las puertas de casa. Esta negación del futuro les da un halo de nihilismo tras el que sólo puede esconderse la venganza, agazapada como un trauma subterráneo con olor a cloaca. La obesión por resucitar a Franco, cuarenta años después de su muerte, a los que se suman otros cuarenta del comienzo de la dictadura, muestra melancolía por las cenizas de un monstruo al que ya es fácil vencer porque no existe por más que busquen resquicios en un callejero o en el árbol genealógico de algún político. Como certificaron al juez Garzón, tal vez porque no se lo creía del todo, Franco falleció y nadie le echa de menos. La historia no puede cambiarse pero tampoco debería repetirse. El frentismo de socialistas, comunistas y populistas aprovechando una turbia efeméride sólo provoca tristeza en un país que todavía no está para muchas alegrías y que tendría que dedicar millones para una operación necrológica. A Franco lo sacan en procesión cuando la nacionalista Carulla, por ejemplo, argumenta que llenó los trenes con trabajadores para disolver a los catalanes. Son ellos los que lo mantienen vivo cuando el que llamaban caudillo es ya un juguete pop que sirve para adornar una camiseta «fashion», una idea zombie que no acaba de devorarlos.