Casa Real

Rey Juan Carlos

La Razón
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Escribía Francois Mauriac que «...hay una cierta calidad de cortesía que es siempre señal de traición», y el ectoplasma del Rey Juan Carlos en la reciente conmemoración de las Cortes tenía que advertir de lo que se parece a una felonía histórica e institucional. Cuentan sus allegados que a Juan Carlos le enoja lo de «Rey emérito» y se ignora por qué no se le denomina llanamente como Rey Padre, que evita la duplicidad de los dos reyes. Los huelebraguetas de la abdicación le endosaron rápidamente el papel de jarrón chino que Felipe González ha tenido que representar hasta el hartazgo: objeto voluminoso, propio de decoración excesiva y arqueológica, que nunca se sabe dónde colocar ya que molesta por miedo de tirarlo rompiendo su condición estática. Como a Felipe hoy no le dejarían hablar en una Universidad. Paletos con carrera en Humanidades o no vivieron la Transición o hacen de ella una lectura torticera como si hubiera sido posible, al menos durante algunos años, un franquismo sin Franco y un Rey con las Leyes Fundamentales del Movimiento como Constitución. Un ideólogo franquista como Gonzalo Fernández de la Mora, tan culto como agropecuario, tal como los dirigentes de nuestras izquierdas, intentó demostrarlo en su «Después de Franco, las Instituciones». En el Mediterráneo encontraba ejemplos para justificar la bondad de la autocracia. En los 60-80 Turquía instauró una dictadura militar que convertía a Franco en Heidi, y en 1974 a cuenta de la independencia chipriota dieron otra vuelta de tuerca a su tornillo sin hundirse en el mar. El mismo año en que Karamanlis restableció la democracia griega tan largamente secuestrada por los coroneles. A mediados de los setenta el paisaje permitía al Rey Juan Carlos maquillar el franquismo durante al menos una década dejando la peligrosa Transición «ad calendas graecas». Las excusas protocolarias dadas a su ausencia mueven a risa: para entrar al hemiciclo basta que te inviten y la ubicación hubiera sido en un sillón de respeto tras el Rey y a su derecha. Incluso habría sido provechoso darle la palabra para un breve parlamento. Felonía no hubo pero sí traición al padre de la Transición, y otro clavo en la tapa del ataúd práticamente acabado que sepultará aquel gran pacto nacional que nos puso en el mapa y admiró al mundo civilizado.