José Luis Alvite

Saliva salesiana

Saliva salesiana
Saliva salesianalarazon

A veces reflexiono y no me gusta ser el tipo razonable que a veces parezco. De todos los estragos que causa el paso del tiempo, la decencia es sin duda uno de los más insoportables. No puedo creer que haya perdido una parte de aquel instinto casi porcino que durante tantos años me indujo a creer que la sensatez era una perversión del sentido común y que el sexo sólo resultaba verdaderamente interesante cuando después de una noche de extenuación y lujuria la cama se distinguía apenas del baño porque entre las sábanas no estaba a mano la cisterna del retrete. Entonces prendía boca arriba un cigarrillo, recuperaba el resuello y tenía la absoluta certeza de que mi chica había dejado de ser un hada pulcra y vaticana para convertirse en una salmuera de atún. Encontraba fascinante que al deformársele con el ictus del sexo, su sonrisa se pareciese en la penumbra a la cicatriz de la vacuna y que casi sangrasen en sus labios las vísceras del aliento, la casquería serosa de la lujuria. Después de haber deshuesado la sintaxis asfixiada de mi respiración entre sus muslos rumiantes, me dijo una noche mi pareja: «La verdad es que en este momento me siento dulce, plena y pervertida. Esperaba esta noche con reservas y temía que me venciese el pudor. No sé qué pensaré cuando me duche, pero ahora mismo sólo se me ocurre que tenías razón cuando me dijiste que el verdadero placer está a veces en ser capaz de ir un poco mas allá de donde alcance el asco». Me hizo recordar el instante estival de mi adolescencia en el que comprendí que los cerdos de aquella cuadra cambadesa eran obscenos y felices gracias a que no compartían el pudor ni el dentista con los salesianos de Castrelo, que eran unos señores muy pulcros que a mí me parecía que meaban saliva por la pajita del vermú.