
El ambigú
Cuestión de justicia
Negar la legitimidad de la justicia cuando afecta a los poderosos es una forma de debilitar la democracia desde dentro
Los actuales y reiterados ataques a jueces no son simples exabruptos: son un desafío al equilibrio democrático entre poderes. Estamos asistiendo a un fenómeno tan inquietante como corrosivo: dirigentes políticos que, al verse afectados por decisiones judiciales que implican a personas de su entorno, reaccionan acusando a los jueces de hacer política”. Lo hacen sin atender a un detalle esencial: esos jueces no eligen los casos, les llegan por puro reparto y cumplen con la ley. Esa tendencia ha ido acompañada de hechos concretos que ilustran una deriva preocupante. Se han presentado querellas contra un juez que instruye causas relacionadas con altas instancias del Gobierno, las cuales han sido inadmitidas a trámite por no revestir de forma palmaria naturaleza penal y carecer de fundamento, más allá de sembrar sospecha y descrédito. A ello se suman las constantes descalificaciones personales y cuestionamientos públicos, a veces rayando el hostigamiento, vertidos desde tribunas institucionales contra magistrados que se limitan a tramitar los asuntos conforme a Derecho. No se trata de críticas legítimas, sino de intentos de presionar y desacreditar al poder judicial cuando sus resoluciones resultan incómodas. Ese tipo de conductas no son inofensivas: erosionan la confianza ciudadana en la justicia y dañan el corazón mismo del Estado de derecho. La judicialización de la política no es una anomalía, sino una consecuencia natural de la democracia constitucional. Los tribunales son el espacio donde se canalizan las tensiones del poder, donde los conflictos políticos se traducen en argumentos jurídicos. Que los jueces intervengan en esos conflictos no es un defecto del sistema, sino precisamente su garantía. Son actores institucionales de la vida democrática, no porque tengan una agenda ideológica, sino porque sus decisiones inciden en la realidad política. Confundir esa incidencia con intencionalidad política es el recurso fácil de quienes desean convertir el control judicial en un obstáculo personal. Negar la legitimidad de la justicia cuando afecta a los poderosos es una forma de debilitar la democracia desde dentro. Y lo más grave: cuando los ataques proceden de quienes ostentan cargos públicos, el daño trasciende a la persona del juez y alcanza a la propia estructura institucional del Estado. No toda crítica a una sentencia o a un juez es censurable. La justicia debe poder ser escrutada y corregida. Pero otra cosa muy distinta es señalar, desacreditar o perseguir mediáticamente a los jueces por el simple hecho de aplicar la ley. Cuando un político convierte a un magistrado en enemigo público, está debilitando la confianza colectiva en el sistema de garantías que protege a todos. La independencia judicial no consiste en no tener ideología, sino en no permitir que la ideología sustituya al Derecho. Respetar a los jueces no significa blindarlos ante la crítica, sino proteger la institucionalidad que los hace libres para decidir sin temor. Quien erosiona la independencia judicial no combate a un juez concreto: ataca a la libertad misma. Sin embargo, la sociedad puede y debe mantener la tranquilidad. La justicia en España seguirá actuando con independencia e imparcialidad, porque está en manos de jueces profesionales que no le deben su puesto a ningún poder político ni a favores personales, sino únicamente a su esfuerzo, mérito y capacidad. Su compromiso con la ley y con los valores constitucionales es la mejor garantía de los ciudadanos frente a cualquier intento de presión o descrédito. La fortaleza del Estado de derecho reside precisamente en esa independencia serena, silenciosa y firme, que permite que la justicia siga su curso, ajena al ruido y fiel a su deber. Ni el tiempo lo cura todo, ni el tiempo lo pone todo en su sitio; para lo primero se utiliza la medicina, y para lo segundo, la Justicia.
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