Oriol Junqueras

Junqueras se mantiene en la rebelión

Consciente de la imposibilidad de negar lo que todos los españoles pudieron ver en directo aquel primero de octubre de 2017 en los pueblos y ciudades de Cataluña, el ex vicepresidente de la Generalitat y ex consejero de Economía, Oriol Junqueras, decidió mantenerse en la rebelión, por más que este término pueda tener dos acepciones. La meramente ideológica, ligada al rechazo de la Ley, y la más propiamente jurídica, que de probarse las acusaciones de la Fiscalía del Estado, le pueden suponer una condena de hasta 25 años de cárcel. Por supuesto, de negar la existencia de cualquier acto de violencia en el desarrollo del referéndum ilegal y en las actuaciones subsiguientes, hasta la proclamación unilateral de la independencia catalana, que es la condición necesaria para la tipificación penal de la rebelión, se encargó su letrado defensor, al único que quiso responder el acusado, en una segunda parte de su interrogatorio, llamémosla más, técnica, en la que, también, procuró rechazar las acusaciones de malversación de fondos y de sedición. Pero, en general, la declaración ante los jueces del Supremo del principal encausado por el «procés», en ausencia del fugado expresidente, Carles Puigdemont, consistió en la reafirmación de su desobediencia consciente al ordenamiento jurídico español y en la confesión paladina de que seguirá intentando romper la unidad de la Nación mediante la segregación de una parte de su territorio. Se hace difícil desentrañar la lógica interna de una estrategia de defensa que se basa en la negación del delito y en la elevación a verdad revelada de las propias convicciones, como si la realidad jurídica, política e histórica de España sólo operara en el campo de la ficción. Escuchar en una sala de audiencia a uno de los máximos impulsores del mayor ataque sufrido por la democracia española desde el 23F transferir la responsabilidad de los hechos al Gobierno central –por su negativa a negociar la liquidación del Estado– y a las Fuerzas de Seguridad, sobre las que se azuzó a una parte de la población, parecía rozar el cinismo. Pero no. Oriol Junqueras, y ese es el gran problema, está convencido de que es víctima de una persecución política por causa de su ideas. Y ninguna consideración parece hacer mella en esa convicción, que le lleva al desvarío de exigir una mesa de diálogo que sólo puede tener un final: el ejercicio del derecho de autoderminación. Se repite, pues, el argumentario falaz de todo este proceso: que no delinque «quien trabaja pacíficamente por la independencia de Cataluña», obviando que está sentado en el banquillo no por trabajar por la independencia del Principado, sino por haberse saltado la legalidad, desobedecido las resoluciones judiciales y conculcado los principios fundamentales de la Constitución. Ayer, en el Supremo, asistimos al enésimo mitin independentista catalán, sin más novedad que el solemne escenario de la sala judicial. Y en este sentido, cabe hacer una reflexión sobre la liberalidad del Tribunal, en especial del magistrado que lo preside, Manuel Marchena, a la hora de proteger los derechos de la defensa, hasta el punto de permitir un interrogatorio que, en muchos momentos, escapaba a los hechos juzgados, para deambular por la mera vindicación ideológica. Si de lo que se trata es de reafirmar la imparcialidad de la Sala, puede pasar, pero la independencia de la justicia española no está en cuestión. Finalmente, también se tomó declaración ayer a Joaquim Forn, ex consejero de Interior en el Gobierno autónomo que presidía Puigdemont, que ha decidido mantener una estrategia de defensa completamente diferente de la seguida por Junqueras, tendente a asumir el delito de desobediencia, el que conlleva menos pena, y a desvirtuar el resto de las imputaciones. Volvíamos a la normalidad de un procedimiento penal.