El desafío independentista

¿Quién defiende a los otros catalanes?

La Razón
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Mientras el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, se esforzaba en transmitir tranquilidad por los graves incidentes de violencia vividos en Cataluña a lo largo de la semana pasada calificándolos como una cuestión de «orden público», el presidente del Gobierno pudo comprobar ayer el grado de odio e irracionalidad que existe en amplios sectores de la sociedad catalana. En definitiva, el verdadero motor político del nacionalismo. Pedro Sánchez decidió acudir, al fin, a Barcelona y en su visita al Hospital de Sant Pau donde están ingresados los policías heridos y fue recibido con gritos y las tradicionales consignas secesionistas por personal sanitario y médicos del centro. Suponemos que la imagen se le habrá quedado grabada, porque, además de un problema de orden público, pudo comprobar que sobre todo existe un problema de invasión del espacio público e imposición del credo nacionalista, incluso allí donde habría que preservarse con respeto: un hospital en el que está ingresado un policía nacional en estado crítico tras un brutal ataque de los manifestantes. Es obligación del presidente del Gobierno en funciones preocuparse del estado de los servidores públicos heridos en defensa del orden democrático y mostrarles su apoyo, como así hizo en su visita a la comisaría de Vía Layetana. Pero es inadmisible que el Gobierno haya prohibido la entrada a la Jefatura Superior de Policía al líder del PP, Pablo Casado, que acudió con la misma misión que el candidato socialista: mostrar su apoyo a los que habían sufrido el asedio durante horas por manifestantes independentistas. Esta negativa–-extrañamente después de que la Delegada del Gobierno fuese informada– es, además, inoportuna, tratándose del jefe de la oposición, quien ha dado sobradas muestras de lealtad institucional. Un flaco favor a la causa de la democracia en Cataluña, que necesita ser reforzada ante el envite de los violentos, de los comprensivos pacifistas que arrojan bolsas de basura y de la propia Generalitat, con su presidente a la cabeza. Si algo no necesita Cataluña es sectarismo, electoralismo y la política de bajo vuelo. Puede comprenderse que los sondeos no le sean favorables, pero de un gobernante, y en esta tesitura crítica, se espera mucho más. Parece que Sánchez no es consciente de la gravedad de la situación, tal vez informado muy amilbaradamente por Miquel Iceta, que lo fía todo a un futuro acuerdo con ERC, incluso con lo que queda de los viejos convergentes, pero no debería minimizar el enorme hastío que esta crisis y largos años de «procés» está teniendo en los catalanes no nacionalistas, una Cataluña que trabaja y se ha mantenido en silencio, que vive la política oficial desde la lejanía, que ha soportado que se arrollaran sus libertades en el otoño de 2017 y que ahora asiste incrédula y huérfana al último asalto del independentismo. No debería menospreciar el desamparo político de una buena parte de los catalanes, que esperan algo más que una visita de dos horas a Barcelona –obligada, por supuesto– y no contemporizar una situación en la que nos jugamos el futuro. Sánchez decidió hacer coincidir el fallo de la sentencia del Tribunal Supremo con la campaña electoral, convencido de que la reacción sería mínima, que él debería aparecer como el único capaz de solucionar un inmenso problema, pero se ha demostrado de una gran irresponsabilidad. De nuevo, ha sido mal informado por alguien que confunde el deseo –poder contar de nuevo con los votos del independentismo para seguir en La Moncloa– con la realidad: en estos momentos la holgada mayoría que buscaba al repetir las elecciones puede no cumplirse. Pablo Casado situó el verdadero problema de Sánchez, y es que debe actuar en el cumplimiento de la ley en Cataluña y romper con ERC y PdeCAT, partidos en los que se sostuvo para alzarse con la moción de censura y el Gobierno. Ese es su verdadero problema.