Gobierno de España

Sánchez no hace política de Estado

Hay que presumir que cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, buscó en los partidos separatistas catalanes, que, no lo olvidemos, acababan de atentar gravemente contra el orden constitucional español, el respaldo que le faltaba para sacar adelante la moción de censura debía, al menos, sospechar la existencia de un precio. De ahí que parezca forzada su indignación ante los duros reproches que le dirigió el líder de la oposición, Pablo Casado, que le superó en toda la línea en su cara a cara parlamentario, acusándole de ser partícipe del golpe independentista, o los del presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, que le definió como el paradigma de un hombre sin escrúpulos. Porque lo cierto es que el jefe del Ejecutivo, que presenta ese flanco político penosamente abierto en su alianza con ERC y el PDeCat, ya había roto de hecho la relación de Estado con el Partido Popular en dos asuntos tan graves como la crisis en Cataluña o la elaboración de unos Presupuestos Generales que ponen en riesgo el pacto por la estabilidad firmado con la Unión Europea. Si ya la actitud agria de Sánchez, abonado al «no es no», cuando se hallaba al frente de la oposición socialista permitía augurar una relación bronca con los adversarios, la experiencia de sus escasos meses de Gobierno no ha hecho otra cosa que confirmar lo temido. Más aún, si buena parte de la imagen gubernamental queda a cargo del líder de un partido de extrema izquierda, enemigo confeso del régimen democrático surgido de la Transición, como es Pablo Iglesias, a quien se le encomiendan esos asuntos, teñidos de turbiedad, a los que «el Gobierno no puede llegar», y cuya capacidad para la deslegitimación del adversario nadie podrá regatearle. No se trata, sin embargo, de recurrir a los memoriales de agravios, que sólo llevan a la melancolía, sino de registrar un hecho: que la servidumbre parlamentaria en la que se encuentra el presidente del Gobierno está dando alas a quienes pretenden forzar una reescritura de la democracia española, tal y como la conocemos, incluida, por supuesto, la figura del Jefe del Estado. Ayer, sin ir más lejos, el president de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra, se permitió el desahogo de exigir la cabeza del ministro de Exteriores, Josep Borrell, por considerarle un obstáculo mayor para cualquier acuerdo con la Moncloa, al tiempo que el diputado de ERC, Joan Tardà, trataba de «payasada» que se pretendiera negociar los PGE sin el paso previo de la liberación de los políticos nacionalistas encarcelados. Ni siquiera Pedro Sánchez puede negar la evidencia de que los partidos independentistas catalanes consideran como probabilidad objetiva que su Gobierno, al final, se avendrá a una solución política, aunque ésta tenga que pasar por encima de los tribunales de justicia, del ordenamiento constitucional y de los hechos. Esa es la única motivación de su apoyo a la moción de censura que le llevó a la Moncloa y no parece que se vayan a contentar con menos. De hecho, ninguno de los gestos de apaciguamiento ha sido correspondido desde el nacionalismo, que sigue maniobrando para forzar la ruptura constitucional, aunque de momento se mantenga en un plano declarativo. Sin contar con este trasfondo de golpe permanente, por otra parte, diáfano y patente para la mayoría de los ciudadanos, no es posible entender las acusaciones, duras, sin duda, vertidas por el líder del Partido Popular contra el presidente del Gobierno. Pero sí, la sobreactuada y falaz respuesta del aludido, incluso en la misma sesión parlamentaria donde acababa de recibir el apoyo de los populares, por razón del interés general, en su pleito con Podemos y los nacionalistas catalanes a cuenta de Arabia Saudí.