Tribuna
El escepticismo gana por goleada
Tanto Kamala Harris como Donald Trump, aunque desde enfoques distintos, construyen narrativas que sugieren un futuro incierto y amenazante si no son ellos quienes triunfan
Vivimos en una época en la que parece que hemos desarrollado una extraña fascinación por las malas noticias y las interpretaciones más escépticas de todo lo que nos rodea. Es como si estuviéramos predispuestos a ver los eventos principalmente a través de un lente negativo. Esta perspectiva no solo distorsiona nuestra comprensión de la realidad, sino que también alimenta una angustia colectiva, que se está volviendo asfixiante. Nos encontramos en un clima de hastío generalizado, casi convencidos de que el mal está ganando.
Partimos de una premisa cada vez más arraigada: ante cualquier acontecimiento, nuestra primera reacción es imaginar el peor escenario. No solo muchos ven guerras y desastres naturales como signos del fin de los tiempos, sino que incluso ante eventos positivos, como los Juegos Olímpicos, prevalece una interpretación negativa, a veces hasta apocalíptica. En las Olimpiadas de París 2024, las expectativas estaban dominadas por temores de atentados, fallos generalizados e incidentes críticos; aunque ninguno de estos se materializó, muchos análisis posteriores se centraron más en destacar los errores que en celebrar los logros, reforzando así una narrativa pesimista. ¿Pero por qué hemos llegado a este punto? ¿Qué impulsa una perspectiva tan oscura?
Esta atracción por el pesimismo cultiva hábitos peligrosos. Como decía Friedrich Nietzsche: «Quien con monstruos lucha debe cuidarse de no convertirse a su vez en monstruo. Y si miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti». De manera similar, al obsesionarnos con una visión negativa del mundo, permitimos que este pesimismo se infiltre en nuestra vida, condicionando nuestras decisiones, erosionando nuestra capacidad de disfrutar del presente y llenando de dudas nuestras expectativas sobre el futuro.
En el ámbito de la vida pública, esta misma tendencia nos lleva a aceptar a figuras que percibimos como «últimos recursos», bajo la premisa de que «es este o nadie». En nuestra urgencia por alejarnos de ese abismo de desesperanza, a menudo nos aferramos a la idea de que no hay alternativas si este líder falla, incluso cuando el elegido llega «flojo» de papeles. La línea de nuestra propia existencia parece estar atada a la suerte de los «elegidos»: empresarios que se erigen como dueños del mundo, conquistadores modernos que realizan hazañas casi míticas, y ciertos líderes políticos que se presentan como salvadores patrióticos, héroes dispuestos a rescatar a sus naciones de las monstruos del fracaso.
Las elecciones en Estados Unidos son un claro ejemplo de cómo se sublima el pesimismo. Tanto Kamala Harris como Donald Trump, aunque desde enfoques distintos, construyen narrativas que sugieren un futuro incierto y amenazante si no son ellos quienes triunfan. Harris invoca la unidad y la esperanza como respuesta a un porvenir turbulento, posicionándose como la alternativa al caos, mientras Trump explota el miedo, advirtiendo de un colapso inevitable bajo el liderazgo demócrata. Ambos, a su manera, refuerzan una visión escéptica y pesimista del destino, alimentando la idea de que el mundo está al borde del abismo y solo un salvador fuerte puede evitar la catástrofe.
Parte de la respuesta detrás de la extendida percepción de que «todo está mal» se encuentra en la retórica apocalíptica que ha ganado fuerza en el debate contemporáneo. Esta retórica, alimentada tanto por ciertos medios de comunicación como por los líderes políticos que logran centralidad, utiliza un lenguaje que evoca miedo y desesperación. No es casualidad que figuras públicas recurran con frecuencia a referencias bíblicas y apocalípticas en sus discursos, ya que estas resuenan profundamente en una audiencia que ya se siente vulnerable y temerosa. Esta manipulación del miedo no solo moviliza a ciertos segmentos de la población, sino que también genera un clima en el que las soluciones racionales y a largo plazo se descartan en favor de respuestas inmediatas y extremas.
En realidad, este artículo es en parte una confesión abierta, una invitación a reflexionar sobre si estamos, de algún modo, cómodos con esta desesperanza que nos rodea. Después de unos días de descanso, quizás como usted, debo admitir que, como periodista, siento cierta incomodidad al enfrentar cada jornada con un escepticismo que se ha vuelto casi automático. Nos estamos acostumbrando a este estado de ánimo negativo, como si, tal como decía el filósofo Emil Cioran, la desesperación se hubiera convertido en una especie de compañera constante. Incluso Søren Kierkegaard, el pensador existencialista, hablaba de la angustia como un refugio, un lugar al que volvemos cuando el miedo a la incertidumbre se vuelve abrumador. Y así, en lugar de desafiar este ciclo de negatividad, nos instalamos en él, convirtiéndolo en una zona de confort que, aunque inquietante, nos resulta familiar.
¿Dejaremos que el escepticismo gane por goleada?
Juan Dillones periodista y analista en temas internacionales.
✕
Accede a tu cuenta para comentar