Opinión

Franquismo para dummies

A mí, en el franquismo me hubieran fusilado

A mí, anti normativa irredenta, en el franquismo me hubieran fusilado o encerrado en uno de esos "hogares" del Patronato de Protección a la Mujer, que se levantaban en el territorio nacional para reprogramar a las díscolas.

Por eso, me inquieta que medio siglo después de la muerte de Franco, un tercio de los españoles y casi la mitad de los jóvenes declaren, en las encuestas, que ven “con buenos ojos” lo que supuso el franquismo. No lo que fue, sino lo que creen que fue: una especie de orden higiénico garantizado, un paréntesis autoritario pero eficaz en un país ingobernable.

La nostalgia siempre es tramposa: pule las aristas y convierte la censura en estilo, la represión en anecdotario pop. Si a eso le sumamos la ignorancia -que no es inocente, sino funcional- obtenemos la postal delirante en la que chavales que no han olido una sotana opinan que con Franco “se vivía mejor”.

Como mujer, me parece importante explicarles que, en ese paraíso de rosarios y camisas recién planchadas, nosotras (y todo lo diferente a un hombre blanco hetero aburguesado) éramos menores de edad permanentes. La ley nos trataba como a niñas torpes: necesitábamos permiso para abrir una cuenta, para trabajar, para tomar decisiones sobre nuestros bienes; nuestras jóvenes que corretean en minishorts por las líneas de metro con el eyeliner corrido, han de saber, que existía una especie de mili obligatoria, la Sección Femenina, que nos lobotomizaba intelectualmente y decidía cómo debíamos vestir, andar, rezar, amar, cocinar, comportarnos; y que era un peaje obligatorio para estudiar o ejercer, eso si nuestro hombre respectivo, esposo, padre o hijo, estaba de acuerdo. El culpómetro católico te medía la falda, el deseo y la obediencia. Una mujer no era un sujeto político: era un apéndice castrado del Estado. Y no lo digo metafóricamente, lo decía el Código Civil.

Conviene también recordarles a los nostálgicos que el cuerpo femenino no nos pertenecía. El adulterio era delito solo si lo cometía una mujer -prisión de seis meses a seis años- mientras que el masculino no existía jurídicamente a menos que trajeras a la amante a vivir a casa y la sentaras a la mesa, en ligueros, entre tus hijos, como quien trae un ruidoso piano al salón.

La contracepción estaba terminantemente prohibida, la información sexual era clandestina, y el aborto se castigaba entre rejas. Nuestro erotismo era un secreto de Estado: no podía sentirse, ni hablarse, mucho menos practicarse. Éramos vasijas y herramientas propagandísticas a la vez. Todo lo demás era crimen, aberración.

Por supuesto, el franquismo también legisló sobre los que deseaban mal. Los homosexuales eran clasificados como peligros sociales, especialmente los “pasivos”, a los que consideraban y llamaban “invertidos” por su voz, su expresión corporal o su manera de vestir: prejuicio policial, psiquiatría grotesca y disciplina, caían sobre ellos a través de la delación que nos convirtió en un país de deleznables chivatos.

Es simpático que las lesbianas, en general, ni siquiera merecían castigo: la sexualidad femenina era tan subsumida que el régimen prefería fingir que no existían. La invisibilidad como forma extrema de desprecio.

Por eso es tan grotesco que hoy alguien pueda añorar aquel orden. Porque no fue un orden: fue una amputación. Las mujeres no éramos ciudadanas: éramos mano de obra gratuita, ornamento y objeto de vigilancia constante. El Estado decidió que la virtud tenía forma de silencio, misa dominical y anhedonia.

Lo siento, por los soñadores y por los que imaginan un pasado mejor, pero no hay épica, ni romanticismo en esa mierda. Hay miedo, obediencia, pedagogía humillante y toneladas de aburrimiento.

Cincuenta años después, que parte de la juventud admire la represión no es culpa de ellos: la culpa es nuestra. No hemos contado con suficiente expresividad el horror cotidiano de vivir en represión. No hemos explicado que la libertad no es un decorado ideológico sino respiración. Tenemos la obligación de aclarar que un dictador no es un abuelo severo pero eficaz. Fue un régimen que aplastó a la mitad de la población -las mujeres- y disciplinó a la otra mitad.

Si hoy alguien fantasea con su regreso, es porque no ha entendido la grandeza de la libertad. Ese milagro que parece gratuito hasta que lo pierdes.