Tribuna

El logo del Senado, metáfora de nuestro tiempo

Resulta deprimente constatar que casi todos los textos y manuales sobre imagen corporativa que manejan los profesionales del diseño se apoyan en unos planteamientos vicarios de una concepción mercantilista del mundo

El Estado no debiera ser simplemente una superestructura burocrática cuya única expresión externa consista en expedir leyes, dictar sentencias, aprobar actos administrativos, firmar tratados diplomáticos y recaudar impuestos. Dicho con otras palabras, la política no solo está conectada con el mantenimiento del orden y de la justicia, la redistribución de la riqueza y la adecuada gestión de los servicios públicos. También lo está con aspectos emocionales, simbólicos y patrióticos. De ahí la importancia de los signos integradores que proyectan el contenido axiológico de la nación y hacen sencilla su percepción por la «gente», ofreciendo una sensación de pertenencia, armonía y continuidad. Es el caso de la bandera, el escudo y el himno nacionales, las fiestas, ceremonias y celebraciones oficiales, y las órdenes y condecoraciones, civiles y militares.

Ocurre que el entramado institucional y los modelos organizacionales que garantizaban simbólicamente ciertos marcos de referencia en las relaciones humanas han sido reemplazados en los últimos tiempos por un nuevo contexto en el que casi todos los poderes públicos han desatendido su dimensión imaginaria y el proceso histórico y cultural que la había conformado. Además, la pérdida por parte del poder político del monopolio en las funciones rituales y simbólicas ante el imperio de los media y las redes sociales es un hecho incuestionable. Las escenificaciones del Estado, al subordinarse a la lógica puramente comercial del consumo y del mercado, y compartir tramoya y formatos con las entidades privadas, han visto debilitados sus contenidos de orden institucional y ello hace que se resienta, inevitablemente, la centralidad simbólica e ideológica del estado nación.

Una de las manifestaciones más preclaras de esta fragmentación de las representaciones del Estado y de la deslocalización emocional de los ciudadanos son los continuos cambios y modificaciones a que se ven sometidos sus emblemas seculares y hasta las mismas denominaciones de los organismos públicos (el incesante baile de nombres de los ministerios es un buen ejemplo de ello) lo que dificulta todo nexo sentimental más o menos estable de los administrados con sus instituciones. Así, en nombre de una presunta modernidad y de los tópicos multiculturales más oportunistas, se están reemplazando los centenarios escudos municipales y los de algunas de nuestras universidades y corporaciones más señeras por logos, «gadgtes» y otros fetiches insustanciales, a cual más ramplón y hortera. Ahora le ha tocado el turno al Senado y todo indica que su bellísimo escudo ovalado y su corona real tienen los días contados y van a ser sustituidos por un ideograma de la fachada del hemiciclo que da a la calle Bailén, ligero y trivial, que parece dibujado por un grupo de escolares en clase de manualidades. Según los promotores de la mudanza, el propósito es «reducir el estrés visual» que produce el escudo de España, base sobre la que descansaba hasta el presente la imagen institucional de la Cámara Alta.

Las decisiones adoptadas por los políticos españoles en las dos últimas décadas en materia de comunicación institucional obedecen más a planteamientos economicistas y gerenciales que a criterios inspirados en el metalenguaje ornamental y solemne propios de una Monarquía milenaria. Claro está que las instituciones, –políticas, económicas, culturales–, están sometidas a una enorme presión externa por parte del mercado y que sus actividades se han visto condicionadas por nuevas exigencias comunicacionales que han adquirido una importancia estratégica, haciéndoles replantear de continuo su identidad institucional, pues la imagen que proyectan en la sociedad, es decir la interpretación o lectura que los ciudadanos tienen o construyen de dichas instituciones, ha terminado por erigirse en la clave de toda actuación de nuestros gobernantes, a la que supeditan casi siempre sus decisiones e intereses. De este modo el lenguaje publicitario se ha convertido en paradigma de todos los lenguajes sociales, incluido el institucional.

Resulta deprimente constatar que casi todos los textos y manuales sobre imagen corporativa que manejan los profesionales del diseño se apoyan en unos planteamientos vicarios de una concepción mercantilista del mundo, impregnados de fuertes prejuicios hacia las representaciones simbólicas tradicionales. En nuestros días es hegemónica la idea de que solo existe un modo para comunicar con eficacia la esencia o la identidad de un organismo público: la instantaneidad y la rapidez. Con ello se descartan otras posibles mediaciones del alma corporativa, como serían la Historia o la Cultura.

La solidez y armonía institucional a merced de criterios de «merchandising» propios de una compañía con ánimo de lucro. El Senado disociado de toda connotación de proyecto nacional –nada de referencias a nociones «discutidas y discutibles»– de compromiso comunitario o de arraigo histórico, vinculado a partir de ahora mediante un esquemita «pop» con la idea insípida de una empresa de prestación de servicios. Y la derecha, que goza de mayoría absoluta en la cámara, evidenciando una vez más que en los asuntos que atañen a las liturgias del Estado se apresta, con demasiada y preocupante frecuencia, a desafinar y dar la nota.