
Tribuna
Milei arrasa en el reino de los desprevenidos
La Argentina, como buena parte del mundo, vive una época en la que los porcentajes pesan más que las convicciones y las victorias son cada vez más pequeñas, pero más ruidosas

Mientras buena parte de la prensa sigue deshaciéndose en elogios y titulares épicos, consumida la dopamina electoral, conviene mirar un poco más despacio. Detrás de los porcentajes triunfales se esconde, a veces, la debilidad de quien se siente invencible. Las cifras deslumbran, pero también distraen. Esta observación puede servir para enfriar las euforias apresuradas y recordar que los números rara vez cuentan toda la historia. Javier Milei arrasó, sí, pero en el reino de los desprevenidos.
No se trata de negar lo obvio: el Gobierno argentino sorprendió ganando mejor de lo previsto las legislativas nacionales de hace unas semanas. Se trata de entender cuánto de esa victoria «espectacular» pertenece al mundo de las proporciones, que a veces engañan más que un discurso.
«Hay tres clases de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas». La frase, atribuida al ex primer ministro británico Benjamin Disraeli y popularizada por Mark Twain, sigue funcionando. Los números no mienten, pero pueden decir una verdad a medias. El 41 por ciento de Milei es uno de esos casos.
El padrón argentino cuenta con 37 millones de habilitados; votó alrededor del 66 por ciento. Eso deja unos 12,5 millones de abstenciones. Si se suman los votos blancos o nulos, cerca de 14 millones de personas no eligieron a nadie: casi el 40 por ciento del país. El dato no busca precisión quirúrgica, pero alcanza para mostrar que la legitimidad del triunfo es indiscutible, aunque el respaldo social sea más delgado de lo que parece.
Milei obtuvo 9,3 millones de votos: el 41 por ciento de quienes fueron, pero apenas el 25 por ciento de los argentinos en condiciones de votar. Y al peronismo, su principal adversario, tampoco lo acompañó la mayoría: consiguió unos 7,7 millones, el 31 por ciento de los válidos y menos del 21por ciento del padrón. Ni el oficialismo libertario del actual presidente ni la oposición peronista representan hoy a una mayoría social.
El presidente anarcolibertario, además, no planteó estas legislativas como unas simples elecciones de medio término, sino como un plebiscito personal. Por eso conviene compararlas con la segunda vuelta de 2023, no con la primera, como insisten algunos análisis. En el balotaje obtuvo 14,5 millones de votos (más del 55 por ciento); ahora, 9,3 millones, casi el 41 por ciento. Varios millones menos, una caída que obliga a pensar. Puede seguir siendo el candidato más votado, pero su base se encogió.
La Argentina, como buena parte del mundo, vive una época en la que los porcentajes pesan más que las convicciones y las victorias son cada vez más pequeñas, pero más ruidosas. Los porcentajes, como las hojas de cálculo, suelen tener vida propia. En un Excel todo parece coherente. Pero la matemática también puede volverse euclidiana, perfecta y ajena, como si midiera un país que solo existe dentro de los datos de una Cámara Electoral.
La política vive de eso: del arte de redondear la realidad para que encaje. No es lo mismo tener cuatro bananas sobre la mesa que decir que uno posee el 80 por ciento de las bananas del día. El número suena exacto, pero la historia que cuenta es otra.
Vivimos rodeados de realidades paralelas. En España, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, asegura que la economía «va como un cohete». Y uno podría añadir, como ironiza mi amigo Carlos Rodríguez Braun: «Usted, señora, lo habrá notado; cada vez que va al supermercado siente el despegue de los precios». Lo que ocurre en el relato no siempre coincide con lo que pasa en la vida.
Mientras, la polarización ruidosa nos aleja de la templanza de la razón. Las facciones, que se apropian del espacio público, se reparten la palabra «gente» como si fuera un título de propiedad. Unos son la voz del futuro y el cambio; los otros, la patria que no se vende. Pero fuera de ese bullicio hay una mayoría cansada, descreída, que no se siente parte de ninguna cruzada y observa la política con la calma del que ya no espera milagros. Por esto, los apoyos se evaporan tan rápido como los entusiasmos.
Milei ganó, nadie lo discute. Consiguió tiempo político, pero no un gran margen social. Ganó con menos, en un país que confunde ruido con respaldo y número con destino. Quizá, como en toda democracia fatigada, la verdad no esté en los que festejan o se amargan, sino en los que no dicen nada.
Los titulares hablan de euforia, que suele ser fugaz, entretenida y propia de los desprevenidos. La razón, en cambio, suele ser antipática Habita el reino silencioso de los mesurados, donde el ruido no gobierna y los detalles tienen sentido. Y es en los detalles donde suele habitar la realidad.
Juan Dillon, es periodista y analista de temas internacionales.
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