
Tribuna
La olvidada tumba de Hernán Cortés
«Un ministro de entonces, Lucas Alamán, escondió sus restos e hizo correr el bulo de que se los habían llevado a Italia para salvarlos de la destrucción»

Tengo una extraña manía que me resisto a abandonar: cada vez que visito un lugar trato de acercarme –si el tiempo lo permite– a las tumbas de sus personajes ilustres. Es un hábito romántico, lo sé. Un antojo inocuo. Uno, quizá, más propio de Bécquer que de un escritor del siglo XXI. Sin embargo, meditar frente a los restos de los que han escrito obras de la literatura universal, han fundado ciudades o gobernado reinos, no solo me resulta estimulante, sino profundamente aleccionador.
Mi última incursión tuvo lugar la semana pasada en la Ciudad de México y no me resisto a contarla. La capital azteca llevaba varios días bajo los efectos del huracán Erick y había devuelto la ciudad al invierno. El domingo fue imposible ver la omnipresente silueta del Popocatépetl, la gente corría de cornisa en cornisa para protegerse de la lluvia y el atasco en el centro era monumental. Decidí que ese iba a ser el momento perfecto para acercarme al templo del antiguo Hospital de Jesús Nazareno, en pleno corazón de Tenochtitlán, y echar un vistazo a un enterramiento que tenía pendiente desde hace tiempo. «¿Quieres ver la tumba de Hernán Cortés?», me preguntó Yohanan Díaz, viejo amigo periodista, algo alarmado. «No sé si podrás». A Yohanan, no obstante, le faltó tiempo para llamar a Chuy Campos, doctor en Historia y Antropología, un excelente conocedor de las calles de México, y contarle el plan. La iglesia en la que descansan los restos del conquistador desde 1794, lleva tiempo ninguneada en el país. Construida sobre el solar que vio el encuentro entre Cortés y Moctezuma en 1519, es un recinto de factura española, recia, que se yergue a pocos pasos de la plaza del Zócalo. «Acá se cuidan de no señalarla en las guías y circuitos turísticos», me explica Chuy nada más saludarnos en su puerta. «Desde la independencia de México se intentó ningunear a Cortés como padre de la patria, y su paradero llegó a estar perdido durante más de un siglo».
Chuy Campos es un joven profesor universitario que ha levantado su reputación a contracorriente. En el Instituto Nacional de Antropología e Historia (el todopoderoso INAH) defendió sus estudios con una tesis sobre las remotas creencias en lo sobrenatural en su país. Nunca le han dolido prendas en estudiar historias de fantasmas y espantos, o explorar cultos tan populares como el de la Llorona. Y, por supuesto, tampoco le ha hecho ascos –contra la mayoría de sus colegas– a estudiar los modernos desplantes de sus compatriotas a Hernán Cortés.
Quedamos a las once en la iglesia. Tenemos suerte. El recinto está abierto para la misa de mediodía y hay una discreta actividad en su interior. Yohanan y Chuy se alegran al ver que no hay seguridad en la entrada. «Siempre hay vigilantes; los ponen para que nadie entre y haga fotos a Cortés», dicen con alivio. Mientras nos dirigimos hacia el altar como tres devotos más, Chuy me da cuenta, entre susurros, de cómo llegó allí el extremeño más universal. «Lo exhumaron hasta nueve veces, antes de depositarlo detrás de esa lápida», dice señalando una lacónica plancha de bronce a la izquierda del altar mayor, a tres metros de altura, con el nombre del conquistador, su escudo y sus fechas de nacimiento y muerte. Allí no hay título ni adorno alguno. «Hernán Cortés falleció en Castilleja de la Cuesta, a las afueras de Sevilla, tras ordenar en su testamento que quería ser enterrado en la Nueva España», añade Chuy. «Casi una década más tarde lo trasladaron a México, primero a Texcoco, y más tarde, en 1629, a Ciudad de México. En cada plaza lo inhumaron y exhumaron buscándole acomodo, hasta que en 1823, tras la Guerra de la Independencia y la furia antiespañola que esta desató, un ministro de entonces, Lucas Alamán, escondió sus restos e hizo correr el bulo de que se los habían llevado a Italia para salvarlos de la destrucción». El historiador me refiere, en voz baja, otro cuento de película. Mientras nos acercamos al altar para intentar robarle una foto a la placa, me dice que, en 1843, el propio Alamán –cuya familia yace enterrada en ese recinto– remitió a la Embajada de España un acta con el lugar donde había escondido los restos. «Fue aquí, bajo nuestros pies», dice señalando al suelo. «En la Embajada mantuvieron ese documento en secreto, y hablar de ello fue tabú durante 123 años». «¿Y después?», pregunto. «En 1946, por casualidad, el INAH tropezó con la caja. Fue un hallazgo incómodo. No se le dio demasiada publicidad. Incluso se barajó la idea de devolver los huesos a España, pero al final se les dio sepultura ahí arriba», concluye señalando al solitario nicho.
Una señora se nos acerca entonces por detrás con mirada inquisitiva. «Están en el altar, ¡santígüense ante el Altísimo!», nos abronca mientras tomamos un par de fotos rápidas con el móvil. A continuación, Yohanan, Chuy y yo nos dirigimos a la puerta para terminar el relato. «¿Sabías que Sainz de Baranda, regidor de Madrid, creyó que los restos de Cortés nunca salieron de España y que José Bonaparte ordenó trasladarlos a la catedral de Sevilla durante la invasión napoleónica?», me suelta el historiador con mirada pícara. «¡Ni te imaginas lo que queda aún por contar de estos huesos!».
Y yo, que tomo nota de todo, le sonrío agradecido. Sé muy bien que cada tumba es una historia. ¡Por eso me encanta visitarlas!
Javier Sierraes escritor y premio Planeta de novela.
✕
Accede a tu cuenta para comentar