Apuntes

Pablo, con esos aliados no llegarás a nada

Hacer una revolución con los socialistas siempre ha sido una estúpida pérdida de tiempo

Cuando la Transición, la Unión Soviética todavía estaba en forma y daba mucho miedo. En Estados Unidos y en países como Alemania Federal eran conscientes del riesgo de las infiltraciones comunistas en las estructuras gubernamentales occidentales, con el caso flagrante de Portugal, donde los camaradas, después de la revolución de los claveles, remitieron a Moscú varias toneladas de documentos sacados de los archivos de la PIDE -la policía política salazarista- con información sensible sobre los movimientos, confidentes y líderes nacionalistas africanos. Luego, en noviembre de 1975, mientras en España se velaba a Franco, los camaradas intentaron un golpe de Estado que fracasó y que llevaría a Portugal, con el apoyo de los socialistas de Soares, hacia una democracia de corte occidental. De ahí, que los padrinos de la Transición española, Alemania Federal y Estados Unidos, principalmente, no estuvieran nada convencidos de incluir a los del PCE en el proceso democrático. Ellos habían apostado por esos «jóvenes nacionalistas españoles» que representaban Felipe González y Alfonso Guerra, que es lo de los maletines llenos de marcos germanos de Flic y Floc, y la nueva dirección socialista estaba de acuerdo en que se podía avanzar hacia una democracia sin contar con los comunistas. Al fin y al cabo, el PC era ilegal en Estados Unidos y nadie discutía su condición democrática plena. Pero Adolfo Suárez tiró por la calle del medio, legalizó a los de Carrillo y a toda la pléyade de camaradas de la galaxia comunista -troskos, chinos, albaneses, yugoslavos, estalinistas, tibios y despistados-, retrasando la llegada de los socialistas al poder dos legislaturas, hasta que en 1982 lograron absorber buena parte el voto de la extrema izquierda, integrando a algunos de sus dirigentes más caracterizados. Por supuesto, lo socialista ya habían abandonado el marxismo, esa cosa anticuada y tal. Eso, y el pacto con la oligarquía industrial y financiera española, del que ya hablaremos en otra ocasión, convirtió al PSOE en la fuerza hegemónica de la izquierda en España y de la política en general, los del rodillo, hasta el punto de que sólo algunos medios de comunicación sostuvieron durante más de una década un remedo de oposición. Me disculparán los lectores esta digresión, pero creo que es oportuna para evitar que el camarada tabernero Pablo Iglesias siga haciendo el ridículo por esas tribunas de Dios, pretendiendo que los del PSOE se apunten a un proceso revolucionario, ellos, que de cintura para abajo son metáfora de perfección progresista -no cuentan Ábalos y compañía, por muy proclives hacia la mujer que sean-, pero que de cintura para arriba cultivan un capitalismo primario, de amiguetes y puestos en consejos de administración ajenos. Que conste que el plan del camarada Iglesias no está nada mal, habida cuenta de que, hoy día, la plebe es bastante refractaria a las revueltas, más si conlleva quedarse sin puente de la Constitución, y sólo se puede avanzar hacia un modelo totalitario si se aprovechan los votos para llegar al control de los jueces y de los medios de comunicación, como hicieron los bolivarianos. Porque lo que el camarada Iglesias pretende, simple y llanamente, es hacer de España uno de esos paraísos comunistas que estaban tan en boga durante la Transición y que los que ya tenemos una edad vimos con enorme satisfacción ir desmoronándose uno a uno. Y visto que con las urnas no puede, que se lo pregunten a la Ayuso, pues hay que buscarse otras vías.